Ludmilla Lacueva debuta en la ficción con L'home de mirada clara, biografía novelada de Charles Romeu; en el cargo entre 1884 y 1933, suyos son -entre otros- los testimonios fotográficos de la sentencia de muerte de 1896 y la primera ascensión motorizada al puerto de Envalira, en el verano de 1912. Fue el veguer más longevo de la historia. Y tuvo un final más bien triste.
"Abogado, veguer de Andorra, caballero de la Legión de Honor, juez del Tribunal Superior, consejero de prefectura, presidente de la Oficina de Asistencia Judicial, fundador del dispensario departamental de Higiene social y de la Asociación Politécnica, y hombre de bien en toda la acepción de la palabra, y víctima del más despreciable de sus conciudadanos..." Estas son las exactas palabras que Suzanne, segunda esposa y viuda de Charles Romeu (Prada, 1854-1933), hizo grabar en la lápida del panteón familiar del cementerio de la localidad donde nació y donde hoy reposa. Entre los honores que dan lustre a la larga, larguísima carrera de nuestro hombre, nos fijaremos hoy en el segundo -veguer francés entre 1884 y 1933, el más longevo de la historia- y también en el último, esta lapidaria -y nunca mejor dicho- sentencia: "...víctima del más despreciable de sus conciudadanos".
El hombre a quien Suzanne culpaba de la muerte de su marido era Joseph Carbonell, a quien François Marie Taviani, delegado permanente del Copríncipe francés en la época -estamos en 1932- había enviado a nuestro rincón de mundo en calidad de veguer adjunto, cargo inexistente inventado para el mismo Carbonell y que el Consell General se resistió con uñas y dientes a reconocer. Con éxito, por cierto. En realidad, sugiere Lacueva, Carbonell formaba parte de una especie de confabulación pergeñada desde las altas esferas de la administración francesa para sacarse de encima a Romeu, que después de casi medio siglo en el puesto mostraba a ojos de los gabachos demasiadas simpatías por la causa andorrana. Carbonell se dedicó en sus meses como veguer fantasma -pero que residía sobre el terreno, mientras que el titular, incluido Romeu, sólo ocasionalmente se desplazaba al país, sobre todo para cumplir sus funciones jurisdiccionales- a minar la obra de su jefe y a enviar a Pepiñán -capital, de los Pirineos Orientales, cuyo prefecto ejercía a la vez el cargo de Delegado Permanente del Copríncipe en Andorra- informes catastrofistas que alertaban de una inminente revolución.
Tampoco iba tan desencaminado, esta es la verdad, pero esta es otra historia y nuestro hombre es Romeu, personaje casi desaparecido de la memoria pública de este país -hay otros: la lista sería larga- y que Lacueva (Els pioners de l'hosteleria andorrana) ha convertido en protagonista de su debut en la ficción, L'home de mirada clara (Editorial Andorra). La autora atribuye este olvido a la enorme transcendencia de los años inmediatamente posteriores -con la Guerra Civil, la II Guerra Mundial, la postguerra y el boom económico- que han ocultado los hitos considerables del mandato de Romeu, y también al hecho de que entre las funciones del veguer se encontraba entonces -y hasta la Constitución de 1993- la de impartir justicia, "cosa que no siempre hacía a satisfacción de todos, como es natural". En este punto conviene recordar la célebre lectura de la sentencia de muerte -conmutada por trabajos forzados a perpetuidad- de parricida Manuel Bacó, dictada el 17 de abril de 1896 en una ceremonia pública de la que existe una escalofriante fotografía -atribuida por otra parte al mismo Romeu, detalle éste imposible porque el veguer ocupa su lugar en el ritual y es uno de los personajes del centro de la escena.
Tras el veguer, un hombre: marido y padre
Se trata en cualquier caso de un olvido absolutamente caprichoso e injusto, opina Lacueva, porque el veguer Romeu fue uno de los artífices de la irrupción de la modernidad en este país: las escuelas francesas, la carretera hasta el Pas de la Casa desde el lado francés, la línea de telégrafos y el primer servicio de correos (franceses, naturalmente: la Poste continúa hoy al pie del cañón) hay que ponerlos en el haber del veguer, que actuaba movido por un celo digamos patriótico -uno de sus objetivos era extender y ampliar la influencia francesa en el país- pero que con los años -ya se sabe que el roce hace el cariño- gestó lo que a la autora se le antoja un sincero aprecio por la cosa andorrana. Hasta el punto que este fue uno de los motivos de su caída en desgracia. Murió el 5 de marzo de 1933, así que se ahorró el espectáculo de ver cómo que materializaban algunas de sus peores pesadillas: sobre todo, la ocupación del Consell General, perpetrada en abril de ese mismo año, pero también el desembarco -con sección de ametralladoras incluida- del destacamento del coronel Baulard, a mediados de agosto, interpretado por los andorranos -y por el veguer adjunto, según confesión propia a la reportera catalana de La Humanitat, Irene Polo: "Nous sommes en Andorre, chez nous!"- como una especie de ocupación encubierta. Opina Lacueva que Romeu, hombre de talante esencialmente dialogante, se habría opuesto a la operación policial, y recuerda que su viuda, Suzanne, se presentó en Casa Rossell -Josep de Riba, el veguer episcopal, era un gran amigo de la familia- "para apoyar a los andorranos en contra de los intereses de Francia".
Al lado del Romeu oficial, que podemos encontrar en los libros de historia -aunque eso sí, con muchas dificultades- Lacueva hace emerger al hombre, porque se trata al final de una novela y no de una biografía académica. La labor de documentación ha sido en este punto especialmente delicada porque Romeu no tuvo descendencia y las noticias familiares las ha tenido que herborizar en ramas colaterales que a duras penas han conservado su recuerdo. Lacueva ha recogido suficiente material como para dibujar el perfil de un hijo de buena familia -el padre, también abogado, había sido alcalde de Prada- que se casó en primeras nupcias con Eugénie Lafabrègue, que vio morir a su esposa y a su primera (y única) hija, Cécile, justo después del parto, y que no dudó en unirse a Suzanne, mujer -por decirlo con un tópico- de baja extracción social -a saber lo que significa esto- en un episodio que causó escándalo y que terminó con parte de la familia enemistada. Pero Charles perseveró y acabó convirtiendo a Suzanne en su segunda esposa.
Entre la mina de anécdotas que trufan L'home de mirada clara las hay extraordinariamente suculentas: por ejemplo, la vez que en cierto hostal le sirvieron una trucha, fuera de temporada, y él se la zampó, porque era un caballero. Al terminar el ágape, y en estricto cumplimiento de sus funciones, multó reglamentariamente a la señora de la casa por la infracción cometida. O cuando se enfrentó a su gran amigo, el veguer De Riba a causa de seis militares turcos -estamos en la I Guerra Mundial- escapados de un campo francés de prisioneros de guerra y que habían buscado refugio en la neutral Andorra: alguien había decidido encerrarlos en la prisión -entonces en Casa de la Vall- y De Riba ordenó liberarlos sin encomendarse ni a Dios, ni al diablo ni tampoco al veguer Romeu, como hubiera sido preceptivo, porque las decisiones de este tipo se tomaban de mutuo acuerdo. Se armó un buen cirio. O las cartas que, ya enfermo y en su lecho de muerte, le dictaba a su esposa y que firmaba de forma más bien lúgubre: "Dictada por un moribundo..." Lean L'home de mirada clara y juzguen ustedes si el veguer Romeu merece (o no) ser elevado a los altares del callejero. Otros con muchos menos méritos lucen su nombre en estupendas placas, y no pasa nada.
[Este artículo de publicó el 10 de abril de 2014 en El Periòdic d'Andorra]
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