sábado, 27 de junio de 2015

Lluís Solà: el último pasador lo cuenta (casi) todo

Excombatiente republicano, exiliado en Francia, internado en el campo de Arles sur Tech, de donde se fugó para ser repatriado y deportado al penal gaditano de Isla Saltés, y huido de nuevo a Andorra, adonde llegó a finales de 1939, Lluís Solà evoca a sus 99 años su peripecia como contrabandista y guía durante la II Guerra Mundial, así como su amistad con Marcel·lí Massana y Ramon Vila, Caracremada, los últimos maquis antifranquistas.
[Lluís Solà murió el 1 de julio de 2015 en Andorra la Vella; nos cuenta su nieta, Regina Solà, que esta crónica fue una de sus últimas lecturas, y que se sentía especialmente satisfecho del resultado. Que la tierra le sea leve.]

Solà, en agosto de 2014 en Andorra la Vella, donde reside. Fotografia: Archivo Familia Solà.


Foto de carnet tomada probablemente durante la Guerra Civil. Fuente: Archivo Familia Solà.

Carnet de antiguo combatiente expedido por la oficina francesa de veteranos y víctimas de guerra, válido para el período comprendido entre junio de 1982 y junio de 1983. Fuente: Guies, fugitius i espies / Archivo Familia Solà.



Normalmente, a sus fugitivos los acompañaba hasta Josa del Cadí (Lérida), donde se hacía cargo de ellos el siguiente tramo de la cadena, que los conducía hasta el consulado británico de Barcelona. Eran grupos de siete u ocho: "así es como pasé a muchos polacos", dice Lluís Solà (Santa Eulalia de Lluçà, Barcelona, 1916), vecino de Andorra la Vella y el último superviviente de la estirpe de los pasadores. Gente de una pieza, poco dada a los alardes -recuerden los casos de Forné, Baldrich, Molné o Català- y que mantuvo casi hasta el final el silencio más absoluto sobre sus gestas. En fin: el caso es que en aquella ocasión modificó, a saber  por qué, el procedimiento habitual: el cliente era un aviador norteamericano derribado en los cielos de Francia, y decidió acompañarlo personalmente hasta el final del trayecto. Todo fue bien hasta Manresa, adonde llegaron en tren: como polizones, subidos a la cabina del guardafrenos, dice, y saltando justo antes de entrar en la estación, cuando el convoy empezaba a frenar. El plan era esperar en la misma estación la salida del primer tren para Barcelona: al aviador, que no hablaba una palabra de español, lo colocó en el primer vagón; él se subió al último. Y como pudo, recuerda, "le hice entender que si le pillaba la Guardia Civil, a él no le pasaría nada, pero que a mí me cortarían el cuello".

Hizo bien en advertírselo porque la cosa se torció enseguida. Solà sospecha que los delató algún chivato que los pilló en los servicios, cambiándose de ropa para la etapa final. El caso es que llegada la hora -"Muy pronto, no recuerdo si salía a las 6 de la mañana"- el tren no acababa de arrancar. Al cabo de un cuarto de hora, sacó la cabeza y lo que vio encendió todas las alarmas: su aviador se acercaba cada vez más... amablemente escoltado por la reglamentaria pareja: "Iban controlando a todo el pasaje. '¿Conoce usted a este hombre?', le preguntaron al americano cuando llegaron a mi altura. Él no dijo nada. Me pidieron la documentación, y todo estaba en orden. 'No pases cuidado', le dijo un guardia al otro, 'que ya hablará antes de llegar a Barcelona'".

Solá no se quedó para comprobarlo. Antes de que ganara velocidad, ya había saltado del tren marcha -lo que hay que hacer cuando uno se ve con un pie en el calabozo, especialmente si el calabozo es franquista. "No debieron verme, porque si hubiera sido así, me fríen a balas", deduce. Pues esta es la vez que más cerca estuvo de caer en su larga carrera como guía o pasador de fugitivos durante la II Guerra Mundial. Una trayectoria que ya habían apuntado Claude Benet en Guies, fugitius i espies -lo pone a las órdenes de Antoni Forné i de Francesc Viadiu- y también Josep Calvet en Las montañas de la libertad, y que el mismo Solà relató en una extensa entrevista hasta ahora inédita, recogida por su nieta, Regina, y a la que hemos tenido el privilegio de acceder. 

Como en tantos otros casos, el origen de su peripecia como pasador -del francés passeur, aunque ellos raramente se referían a sí mismos con esta palabra, sino más bien como guías- hay que rastrearlo en el oficio de contrabandista que empezó a ejercer al año de instalarse en Andorra. Y esto ocurrió a finales de 1939: se empleó de mozo con los masoveros de Casa Rebés. Venía de pasarlas de todos los colores: excombatiente republicano -voluntario de primerísima hora en la columna Acero Rápido, que combatió en el frente de Tardienta, Huesca, y perdió a un altísimo precio la ermita de Santa Quiteria: apenas sobrevivieron una treintena de los 150 hombre de la unidad-, fugitivo del campo de concentración francés de Arles sur Tech, capturado por la gendarmería y empaquetado en un tren hacia España, fue a parar al campo de prisioneros de Isla Saltés, en Huelva, donde tampoco lo pasó tan mal y de donde fue finalmente puesto en libertad. Volvió a casa, en Obiols (Barcelona), pero cuando Franco vuelve a llamar a filas a todos los quintos de los reemplazos del 35 al 42 él se planta y huye. A Andorra, con otro compañero y con la ayuda de cierto contrabandista que se negaba a cobrar por el trabajo y al que obligaron a aceptar 20 duros por sus servicios. Lo pasó mal, en sus primeros tiempos por aquí arriba, como sus compañeros de exilio: "Nos teníamos que esconder: los que tenían algo de dinero, en el hotel Espel de Escaldes o en el Pol de Sant Juliò; los que no, aunque tuviéramos trabajo no podíamos dejarnos ver demasiado". Solà tuvo la habilidad de ir encadenando faenas, pero esto no le evitó la inquina de cierto policía que le hizo la vida imposible y que por lo menos en dos ocasiones lo amenazó explícitamente: "'No te quiero ver más por aquí', me decía. No sé si porque era un refugiado republicano o si simplemente me tenía manía. En fin, me aconsejaron que me casara, porque así no me molestarían, pero la verdad es que hasta que terminó la guerra [mundial] nos sentimos perseguidos por la policía [andorrana] y por los gendarmes [franceses]".

Solà, en fin, debutó como paquetaire -o porteador- por cuenta de un tal Tarrés, de Sant Llorenç de Morunys (Barcelona): por llevar hasta esta localidad de la comarca del Solsonés un fardo con 35 kilos de tabaco de picadura le pagaban 300 pesetas; 500, hasta Berga: "¡Collons! Si yo ganaba 15 pelas diarias, y 10 o 12 se me iban en pagar la habitación y el plato en la mesa!" Así que no es de extrañar que en cuanto reunió un capital se instaló por su cuenta. El género lo colocaban en Avià o en cal Rosal. Y para amortizar algo  más la excursión, en el trayecto de regreso -un itinerario que transcurría por la mina de Coll de Jou, el Pi de les Tres Branques, Llinars, Sorribes, Gósol y Josa, antes de salvar la sierra del Cadí, cruzar por el puente de Arenys i desembocar en la Rabassa, Andorra- cargaban el fardo con lana. Cada expedición le reportaba, recuerda, un beneficio de entre 700 y 1.000 pelas. Añadamos aquí que quien con al poco tiempo se convertiría en su suegro se había dedicado al contrabando con cierta intensidad, dice, durante la Guerra Civil: "En la ida cargaban tabaco; a la vuelta, gente de derechas que querían huir a la zona de Franco a través de Andorra y de Francia. Con este negocio hizo bastante dinero".Y recuerda en este punto -otra muesca en la leyenda negra- el caso de cierto individuo -su viuda era la propietaria de la compañía de taxi para la que trabajó durante un tiempo- que se hizo rico durante la contienda traficando con lana... y con fugitivos de la zona republicana: a algunos de ellos los entregó, sostiene, a la Guardia Civil antes de llegar a Andorra. "Era una mala persona", concluye, y el consuelo es que lo liquidaron en la Palanca de Noves. 

Inquilino en la Tercera galería de la Modelo
Recibían una cantidad similar -unas 1.000 pesetas, la tercera parte de la tarifa de la cadena de Baldrich- por cada hombre que entregaban. Contaban con la complicidad de ciertas masías de la zona que, dice, "o bien eran gente de izquierdas o bien tenían un hijo en el contrabando y nos camuflaban: allí comíamos, descansábamos y comprábamos pan para el camino: la Casa Gran, lo llamábamos". Algunas de aquellas familias lo pagaron caro: Solà recuerda más de un caso en que la Guardia Civil les aplicó la infame ley de fugas. Los contrabandistas también se la jugaban: lo hemos visto en el caso de su topetazo en Manresa. Escapó por los pelos, pero la Guardia Civil liquidó sin contemplaciones, dice, a "tres o cuatro compañeros que pillaron por las montañas". Él mismo, en cierta ocasión en que se dirigía a la Seo con otros dos compañeros, oyó el sonido apagado de unos pasos en la nieve -una nieva muy oportuna, por otra parte. No les hizo falta más para abandonar allí mismo el fardo y largarse: "Pegaron tres o cuatro tiros, pero no sentí ninguna bala y no pasó nada, pero en el trayecto de regreso [en sus primeros años andorranos residió en Sant Julià de Lòria, donde se casó en 1942 con la hija de la casa donde se hospedaba] me rompí el dedo gordo de pie y estuve por lo menos un mes con bastón". Y sin contrabando, cabe pensar.

Para el anecdotario queda la cena que compartió en Ca la Castellar de Gósol con Marcel·lí Massana, en la última expedición como contrabandista que protagonizó el después celebre maquis catalán. El único, por cierto, que salió con vida de este asunto. Y Massana no desaprovechó la oportunidad de captarlo para su grupúsculo, en cuanto se hubo pasado al maquis full time: "'Si quieres unirte a mi grupo, siempre estarás a tiempo', me decía. Yo les respondía que tenía mujer y dos hijos y que por lo tanto debía de andar con ojo. Pero él no se daba por vencido: 'Lo que ganes con el contrabando, también lo tendrías...' Pero nunca intervine en nada con ellos, porque se jugaban del pellejo de verdad."

Ni el dedo gordo ni Massana son nada comparados con el episodio que puso el punto final a su carrera como contrabandista: fue en marzo de 1957, cuando ya ejercía de taxista a Barcelona y aprovechaba las carreras para bajar "un par de botellas de whisky, unos kilos de Rosly, en fin, cuatro cosillas". A los guardias de la aduana los tenía en el ajo -"Siempre dejaba cinco duros en el cenicero o en una cajetilla de cerillas dentro de la guantera"- pero aquel día, en la plaza de la Villa de Madrid de Barcelona, cuando estaba a punto de subirse el coche para emprender el camino de vuelta, "se presentaron dos señores: 'La documentación, haga el favor'. Lo tenía todo en regla, pero no sirvió de nada; iban a por mí". De la comisaría de la calle Lauria a la de Vía Layetana, y de aquí, fin de trayecto, a la tercera galería de la Modelo. Lo acusaban de distribuir propaganda contra el régimen -franquista, se entiende. No le encontraron nada que pudiera inculparle, pero lo mejor del caso es que los guardias burlados estaban en lo cierto: "Llevaba propaganda, sí, pero, ¿sabes dónde? Escondida entre las hojas de papel de fumar de aquellos libritos que se lamaban Jan; la escribía Ventura Armengol [el Mestre Orelleta, personaje conocido en la Andorra de los años 40 y 50, incluso antes]". Pero la broma le salió cara: el fiscal solicitaba para él cuatro años de prisión. Y se temía lo peor cuando una noche, al cabo de once meses, lo llaman: "'Coja usted la ropa o lo que sea y afuera'. No me dieron ninguna explicación. Eso sí, tuve que pagar 50.000 pesetas de fianza y otra 50.000 más al abogado: "En aquellos años, con este dineral hubiera podido comprar toda Andorra".

[Este artículo es una ampliación del que se publicó el 25 de junio de 2015 en el diario Bon Dia Andorra]

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