domingo, 17 de mayo de 2015

Una de cátaros

El historiador Carles Gascón lo tiene claro: Andorra y los andorranos -o lo que fuésemos por entonces: estamos hablando de la primera mitad del siglo XIII, antes incluso de los Pareatges- tuvieron en el asunto cátaro un papel más bien marginal, y el hecho de que nuestro rincón de universo se convirtiera durante una década larga, pongamos que entre 1235 y 1240, en una especie de refugio para los Hombres Buenos es antes fruto de una imposición condal -del conde de Foix, se entiende- que de una repentina conversión en masa de nuestros tatarabuelos a la herejía occitana. De hecho, y según Gascón, autor de Càtars al Pirineu català (Salòria), los andorranos del segundo tercio del siglo XIII se vieron casi literalmente entre la espada y la pared. O mejor dicho, entre la espada y el crucifijo.

Monumento a Arnaldeta de Caboet, pubilla de les Valls d'Andorra, que puso por su matrimonio con el vizconde Arnau de Castellbó las tierras de Andorra en la órbita de Foix y, por lo tanto, del catarismo. Una aproximación que un siglo después sancionarían los Pareatges de 1278 y 1288. La pieza, obra del tallista y grabador Sergi Mas, se encuentra en el Prat Gran de Escaldes. Fotografía: Máximus.

Por una parte, el poder efectivo que el conde de Foix detentaba sobre el territorio andorrano -y nunca mejor dicho, porque faltaba todavía medio siglo para los Pareatges, y el de Foix podía tener muchas pretensiones, pero ninguna jurisdicción sobre él- le permitía embarcarse en aventuras tan descaradas como erigir en la Bastida de Ponts -justo frente a la Farga de Moles, donde hoy se encuentra la frontera hispanoandorrana- una especie de fortaleza con el objetivo de proteger a los fugitivos de la escabechina de Castellbó, el reducto o, más bien, la avanzadilla cátara en el obispado de Urgel. Fortificación que fundamenta uno de los agravios que el obispo Ponç de Vilamur repasa en el Memorial de danys donats per lo comte de Foyx a l'iglesia d'Urgell, documento redactado en 1239, exhumado por Cebrià Baraut y que constituye la primera (y última) referencia explícita a las peligrosas relaciones cátaras de Andorra.

Del otro lado se encontraba el obispo de Urgel, legítimo señor feudal de estos parajes y que pese a encontrarse en horas bajas -y las que vendrían- podía hacer la puñeta, y mucho, a los pastores andorranos: "Conde y obispo tenían la llave de paso para los rebaños trashumantes que constituían la base de la economía andorrana del momento. Se imponía por lo tanto actuar con tacto extremo. Abrazar la causa cátara de forma activa les podría haber granjeado a los andorranos -de hecho, les habría granjeado- la inquina episcopal. Y consecuencias tan terrenales como que les impidieran el paso a los pastos del sur."

Un precio que no se podían permitir. Así que se dedicaron a lo que mejor sabían: hacer el andorrano. Dice Gascón que el país servirá durante estos años de "puente" para los cátaros catalanes que huyen hacia el norte de Italia, y poco más. No se imagina la existencia de "casas" cátaras que actuaran como foco activo de la herejía del estilo de las que en esos mismos años sí funcionaban en Castelló. El caso es que la huella cátara por aquí arriba es más bien escasa. Por no decir inexistente al margen de los cuatro pedruscos de la Bastida de Ponts que han sobrevivido hasta nosotros. En cambio, sí que hay noticia -sucinta, pero no nos vamos a poner ahora tiquis miquis- de paisanos más o menos comprometidos con la herejía. Para empezar, cita Gascón a un tal Joan "de la Vall d'Andorra", así se le designa, de quien el obispo de Tarragona sospecha que se ha pasado al bando de Foix: en 1237 lo reclama por prófugo -al mismo conde de Foix: iluso que era el obispo- y se le pierde inmediatamente la pista. Igualmente de puntillas pasan por esta historia otros posibles paisanos y correligionarios suyos: un tal Ramon Boer, "hereticus, qui fuit de Andorra", es denunciado en 1274 y de nuevo en 1278 por dos cátaros capturados por la Inquisición de Tolosa.

Parece, dice Gascón, que el buen Ramon abandonó Andorra hacia 1250. En cualquier caso, en 1264 lo reencontramos establecido en la Campania y acompañando al diácono de Cataluña, hecho que podría sugerir, especula, que Andorra se convirtiera en algún momento en refugio de la jerarquía cátara catalana. Pero de nuevo carecemos de toda evidencia documental al respecto. Telegráfica es también la noticia sobre un Michael Andorrà que entre 1234 y 1239 asiste regularmente a las prédicas heréticas en Montsegur. Por lo menos tuvo el buen tino de desaparecer para cuando el sitio de la plaza, en 1244. Pero desconocemos si los apelativos -"de la Vall d'Andorra", "qui fuit d'Andorra", "Andorra"- se debían al lugar de origen de los interesados o los habían heredado de sus padres. O simplemente, que Andorra fue su última parada antes del exilio.

Lo más sorprendente de todo es que la penetración del catarismo en las tierras de lo que hoy es el Alto Urgel, sobre todo en Castellbó, fue una maniobra del vizconde Arnau, puro cálculo político para cohesionar a los suyos antes sus rivales: el obispo y el conde de la Cerdaña. Una forma de atizar las diferencias y de fomentar -no sé si les suena- una identidad supuestamente propia. Esto explicaría el auge del catarismo en una zona que queda, advierte Gascón, en la periferia de las rutas de entrada de la herejía en Cataluña, que seguían los caminos que comunicaban las grandes ciudades occitanas -Tolosa y Foix- con Lérida, a través del Valle de Arán y la Cerdaña. Lo que hoy es el Alto Urgel quedaba definitivamente a trasmano de todo este barullo herético. Una lumbrera, Arnau, a la altura -ya lo ven- de ciertos políticos actuales que juegan a revolver el avispero identitario, no por nada, solo por ver si pillan cacho. Lo peor de todo es que la jugada le salió medio bien: los Pareatges reconocieron una singularidad que ha perdurado hasta hoy. Lástima -para él- que no fuera la de Castellbó, sino la de Andorra.

¿Exageramos unos y otros, en fin, el papel del catarismo en la historia medieval pirenaica, movidos quizás por el gancho de la hecatombe gloriosa de Montsegur y el indudable atractivo que tienen los perdedores, especialmente si les da por perder con épica y más todavía si cultivan con cariño un lado ocultista? Gascón se decanta por un punto intermedio entre esta historiografía cautiva por el gesto wagneriano de Montsegur y la que en épocas algo más reculadas simplemente ninguneó el papel de la herejía cátara. Lo cierto, insiste, es que fue lo suficientemente peligrosa -o por lo menos así lo percibió la jerarquía católica- como para que en Cataluña se instaurase la Inquisición. Dos siglos antes, por cierto, que en Castilla. Y recordemos que la Inquisición sobrevivió hasta la Constitución de Cádiz. La de 1812

[Este artículo se publicó el 14 de mayo de 2015 en el diario Bon Dia Andorra]

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