El hotel Mirador es un pozo sin fondo, una mina de anécdotas donde realidad y ficción se dan la mano para construir un relato con toques de épica, lírica y también de drama. Pero la inconfundible silueta del hotel, con su balconada de ladrillo visto y dudosísimo gusto, ya no rivaliza con la vecina Casa de la Vall. Las màquinas han arrasado el solar donde se levantará la nueva sede del Consell General y se han cargado el escenario de medio siglo de historias y de alguna leyenda, desde que Alexandre Amigó abrió las puertas del primer Mirador, en 1934, hasta que Gerard Sasplugas las cerró, en 1987.
A lo largo de los años y por diversas sendas confluyen en el Mirador refugiados de la Guerra Civil, maquis, espías, agentes de la Gestapo, colaboracionistas, resistentes, pasadores, contrabandistas, conspiradores antifranquistas, literatos de leyenda e incluso un nazi clandestino que terminó como portero del hotel. Tambien la llamada colonia de los russos, los parranos que venían de Lérida, las sucesivas oleadas de turistas y una marabunta de nobres propios, desde Samuel Pereña, alma mater del Mirador, hasta los hermanos Joan y Antoni Sasplugas, que tomaron el relevo, el maestro Florit, el cocinero Martínez, el notario Doret, la señora Carmen, a la que los años convirtieron en una institución del lugar, o el misterioso personaje conocido simplemente como Monsieur. A todos ellos los evocan Ramona Marsinyach, Pilar Buesa, Pilar Triquell y el mismo Gerard Sasplugas, todos ellos estrechamente vinculados al hotel.
Buesa nació en 1935 en can Tonet del Carbonell, en el número 20 de la calle de la Vall. Es decir, frente al Mirador. Ella es la niña que sostiene las llaves de Casa de la Vall en una célebre fotografía de Claverol. La terraza de su casa, en fin, se alza casi encima del solar que hasta el 30 de septiembre [de 2002] ocupaba el complejo del Mirador. Buesa ha sido testigo privilegiado de la historia del hotel y de la progresiva degradación del edificio desde su poco glorioso final, en 1987, cuando se convirtió en refugio improvisado de los chavales del barrio. Suyos -de Buesa, vamos- son los recuerdos más antiguos de esta historia. Imágenes en sepia de los primeros años 40, cuando el hotel acogía una abigarrada humanidad integrada básicamente por refugiados catalanes, gendarmes franceses y agentes nazis. Es el ambiente que recoge Entre el torb i la Gestapo, donde Francesc Viadiu retrató la red de pasadores que tenía en el hotel uno de sus centros de operaciones: "Todo el mundo iba a lo suyo. Era una relación correcta pero distante. Los huéspedes se saludaban pero nada más. Recuerdo que de vez en cuando aparecía por el hotel un militar que parecía un oficial y que departía con los agentes alemanes destacados en el país. Los refugiados, en cambio, solo estaban de paso. Incluso tuvimos algunos en casa, hijos de amigos de mi abuelo, que había sido director de escuela en Mollerussa. Una de las mayores satisfacciones que tuvo mi padre fue cuando uno de aquellos chicos que se había hospedado en casa camino de Francia, volvió años después, ya casado con una chica francesa, para agradecerle personalmente el trato recibido".
A Buesa se le ilumina el rostro al recordar los multitudinarios bailes de Carnaval que organizaba Samuel Pereña, abogado leridano que sucedió a Alexandre Amigó al frente del establecimiento y al que considera el alma de los años dorados del Mirador. Como Buesa, también Marsinyach conserva un recuerdo entrañable de Pereña, que confirió al hotel el característico toque familiar que lo distinguió a lo largo de los años: "Pereña tenía las puertas abiertas para todo el mundo. En ocasiones se habían llegado a hospedar en el Mirador una treintena de parientes suyos, que él acogía generosamente. Y al final, con toda su hombría de bien, fue a morir solo en una residencia de ancianos de Figueras". Marsinyach (Vilasana, Lérida, 1927), llegó al Mirador en 1945: "Vine a parar aquí porque una tía mía trabajaba en el hotel como encargada. Y con la intención de quedarme una sola temporada. En fin, no me he vuelto a mover de aquí. Cuando en casa me dijeron que era hora de volver a casa, les dije que no. Venía de un pueblo pequeño y sin expectativas, mientras que aquí lo pasábamos bien y me ganaba la vida". En el Mirador sirvió hasta que se casó, en 1950. Entre los personajes que cada noche se reunían en el bar del hotel a jugar a la botifarra recuerda al doctor Vilanova -hoy con una calle vecina a su nombre- y a Bartumeu Rebés, el señor de la también vecina casa Rebés, a los que habitualmente se añadía Ramon Villeró, que ayudaba a Pereña en las tareas de administración: "En verano se organizaban bailes en los jardines, el señor Pereña hacía venir a orquestas de Orgañá o sacaba la gramola al jardín, y venía gente de todas las parroquias. Antes de la renovación del hotel [que Jan Sasplugas acometió en la segunda mitad de los años 50] se organizaban unas timbas de póquer muy concurridas, y eran célebres las comilonas y las fiestas animadas por grupos de parranos, que es como llamábamos a los gitanos blancos que venían de Lérida".
Un nazi en el Mirador
En 1952 se jubila Pereña y lo suceden al frente del Mirador Joan Sasplugas y Magda Triquell, que se habían incorporado al personal tras su llegada al país, en 1940 y que mediada la década se habían establecido por s cuenta en el restaurante Metropol. Pilar Triquell (Castelldans, Lérida, 1941) vivió los inicios de esta segunda época. A partir de 1955 acostumbraba a pasar los veranos en el Mirador ayudando a sus tíos: "Para mí, aquella experiencia fue como asistir a un curso de andorranidad: por el Mirador pasaba todo el mundo, desde los consejeros que iban a tomar el aperitivo o a comer tras una sesión del Consell General, hasta los habituales de las partidas de botifarra. En el bar del Mirador es donde por primera vez oí hablar del contrabando. Andorra era entonces minúscula, un pueblecito de nada, pero con la mentalidad muy abierta: a los que veníamos de fuera, como yo misma, nos trataban estupendamente, diría que incluso mejor que en nuestros lugares de origen". Entre los trabajadores con que coincidió, Triquell recuerda al maître, Pau, "siempre vestido de oscuro". Las camareras, seis o siete en verano, vestían uniformes impecables, con sus bordados y la cofia para los días señalados. En la cocina mandaba Martínez, el chef, una institución que estuvo al frente de los fogones del Mirador durante casi tres décadas: "Cuando me casé no había cocinado en mi vida", cuenta Triquell. "Me espabilé recordando cómo lo hacía Martínez". A este singular personaje, siempre con un puro en la boca, lo retrató el maestro Florit en una recreación del Moulin Rouge que colgaba sobre la barra del bar, y que al cerrar el Mirador Gerard Sasplugas se llevó a su nuevo establecimiento. Otro personaje que dejó huella en la memoria de Triquell es Carme, "una auténtica mula que no descansaba jamás y que hacía de todo: hasta que vinieron las lavadoras era ella quien se encargaba de lavar a mano toda la colada del hotel, en un lavadero cubierto que había en el jardín; y cuando terminaba, todavía le quedaban ánimos para subir a ayudar a la cocina".
Pero quizás el personaje más fascinante, por oscuro, de toda esta historia sea el Monsieur, "hombre educadísimo, que hablaba cuatro o cinco idiomas y que lo mismo te lo encontrabas ejerciendo de mozo que de maître. Después de su muerte nos enteramos de que había sido el secretario de un jerarca del partido nazi belga", evoca Gerard Sasplugas (Andorra la Vella, 1948), que tenía cuatro años cuando sus padres se hicieron cargo el Mirador. Él lo regentó desde que en 1974 cogió el relevo de su hermano, Jordi, y fue el encargado de bajar el telón, en 1987: "Cuando hoy paso por delante de lo que había sido el Mirador me duele el corazón. Es natural, porque es un pedazo muy grande y muy importante de mi vida. Fue una lástima que no prosperara el proyecto de levantar un hotel de nueva planta que sirviera de nexo entre el Prat del Call y el barrio antiguo, con un concepto similar al que plantea el nuevo edificio del Consell General. Pero la propiedad [la familia Cerqueda] no lo vio claro. Aunque también diré que el destino final del solar, acoger el nuevo parlamento, tampoco está mal".
Los recuerdos de Sasplugas incluyen anécdotas vividas en el Metropol pero perfectamente extrapolables, dice, al Mirador, como cierto maquis que se hospedó en una ocasión en el hotel y que dejó los bártulos en el rincón donde le indicaron los dueños: "Mi hermano, que entonces debía tener 8 o 10 años, husmeó entre los bultos y apareció en el bar con una cosa verde en la mano: ¡una granada! la concurrencia se quedó de piedra, claro. Aquel tipo había venido con todo el arsenal a cuestas". El ambiente que los Sasplugas supieron dar al Metropol lo trasladaron al Mirador cuando volvieron a casa, en 1952. Un ambiente que mantuvieron con las importantes reformas del final del decenio, con la ampliación de 27 a 44 habitaciones y con el turismo -sobre todo francés- convertido en la clientela habitual. Se habían acabado los aventureros de otros tiempos: "Siguieron viniendo algunos de los habituales de la etapa anterior. Se congregaban alrededor de una estufa de leña y con el frío el grupo se iba juntando. Hasta una veintena de personas. Recuerdo al notario Doret, el que pronunció la última sentencia de muerte, que se casó con una chica que trabajaba en el hotel. Hay que decir que Doret vivió el resto de su vida más limpio y arreglado que nunca antes. Estaba también el Tetu, personaje singular que de vez en cuando se encaramaba a una silla para impartir a la concurrencia imaginarias clases de esgrima". El Mirador también era parada obligatoria para los consellers, que después de cada sesión del parlamento celebraban tradicionalmente un ágape en el hotel: "Por la mañana asistían al Consell, más protocolario, pero las decisiones se tomaban durante la comida. Había cierto conseller abstemio como el que más, pero que insistía en que todo el mundo tuviera la copa llena... También acostumbraban a comer en el Mirador los batlles [jueces de primera instrucción], que se reunían aquí antes de impartir justicia. Hasta que uno de ellos, no tan resistente como sus colegas a los efluvios del alcohol, o quizás porque le pilló en un mal día, resulta que dictó una sentencia extaordinariamente más severa de lo que requería el caso, por no decir incongruente. Vamos, que se terminaron aquella comilonas de trabajo". Entre los huéspedes ilustres que desfilaron por el establecimiento, Sasplugas evoca a Narcís Casals, Rafael Benet y Cèsar Martinell, que se hospedaron en el hotel mientras restauraban las pinturas del salón de los Pasos Perdido de Casa de la Vall, a mediados de los 60: "Martinell era un señor muy afable que tenía un especial interés en Andorra porque había diseñado la Casa dels Russos, la primera y única que se levantó de aquel confuso episodio que pretendía erigir en Andorra una especia de comuna libertaria..."
El Mirador: un espacio literario
El Mirador ha dejado una huella más considerable en la literatura y el cine. De hecho, mucho más que cualquier otro lugar de nuestro rincón de Pirineos. Isabelle Sandy, para empezar, ubicó en este mismo lugar la Solana, la casa pairal de los Asnurri, la saga protagonista de su novela Les hommes d'Airain. La primera edición es de 1922, una década larga antes de que Alexandre Amigó inaugurara el primer Mirador. La novela de Sandy dio pie a un segundo episodio, el rodaje de su adaptación a la pantalla grande, un proyecto dirigido por el cineasta frances Émile Couzinet y que se concretó en el otoño de 1941, en plena ocupación alemana de Francia. El equipo se instaló en el Mirador mientras se rodaban los exteriores de la película. Los interiores, en cambio, se rodaron en los estudios Burgus Films, en Royan, en la costa atlántica francesa. Fue la primera película que se rodaba tras la ocupación, cosa que no queda del todo claro si le pone o le quita mérito. En cualquier caso, y para rizar el rizo, el rodaje de Les hommes d'Arain dio a su vez pie a Guerra, terra i estrelles, en que el historiador Jean Claude Chevalier novela la azarosa filmación de la película. Pero si el Mirador ha pasado a los anales de la literatura -aunque sea en una nota a pie de página- es por Entre el tor i la Gestapo, donde Francesc Viadiu pasa por el tamiz de la ficción su propia experiencia como cabecilla de una cadena de pasadores con sede en el hotel durante la II Guerra Mundial. A su vez, Entre el torb i la Gestapo tuvo también versión televisiva, en una miniserie dirigida en el 2002 por Lluís Maria Güell. La productora reprodujo en el estudio el interior del Mirador, entonces ya en ruinas, y contó con el asesoramiento del mismo Jordi Sasplugas. Pero algunos no quedaron en absoluto satisfechos con el resultado: "Nos jugábamos la vida y no estábamos para gestos de cara a la galería como desafiar a los alemanes cantando Els Segadors en el bar del hotel. Y por allí no corrían las putillas, y mucho menos el champán", se lamenta Jaume Ros, él mismo pasador por cuenta de una cadena de Estat Català. Para finaliza, Josep Pla también evoca la hospitalidad del Mirador en un rincón de Un petit món al Pirineu.
[Este artículo se publicó en la revista Informacions en 2002]
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ResponderEliminarConocí personalmente a la Pili Buena Sansa antes su muerte. Dice la verdad. Es un testimonio de valor subjectiva pero muy claro i verificado.
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