miércoles, 5 de febrero de 2014

El hombre que mató a Franco

Llega a las librerías Els ambaixadors, la novela con que el escritor Albert Villaró se adjudicó el último premio Josep Pla de narrativa en catalán.

Atención: esta especie de reseña contiene spoilers. Varios, además. Lo sentimos mucho pero ya lo advirtió el mismo Villaró la misma noche que se llevó el Josep Pla: es difícil hablar de Els ambaixadors sin reventar la trama, el sofisticadísmo engranaje argumental que sostiene este auténtico tocho de más 600 páginas -con el regalo del dramatis personae: un centenar de páginas más por donde desfilan los protas, claro, pero también lo secundarios con línea(s) e incluso los terciarios que asoman de paso la nariz, como quien no quiere la cosa, desde Alejandro Magno, el Cid y el general Custer -se lo prometo- hasta Samaranch, Pau Casals y, atención de nuevo, Aleksandr Grebènnikov, agente del NKVD, glups, e hijo de Ekaterimburgo, cuyo nombre nos recuerda a alguien pero que ahora mismo no sabríamos decir exactamente a quién. Por no hablar de Delfina Coma, la mayordoma del señor rector de Ordino -legendaria es poco cuando se llega a los 117 años, como ella: le pega más portentosa- que ya tenía un papel destacado en La selva moral -colección de biografías pirenaicas más o menos fabulosas que Villaró acaba de reeditar- y que se permite un cameo de lujo en la novela.  Bueno, pues son aproximadamente unos 300, los personajes, para que se hagan a la idea. Y a todos ellos les telegrafía el autor su periplo vital. En fin, que si el lector quiere afrontar con la mirada limpia y perpleja de una niña de once meses la lectura de Els ambaixadors, ya lo puede dejar aquí mismo.

Villaró, autor de Obaga, Azul de Prusia y L'escala del dolor, y ganador del premio Carlemany, obtuvo el último Josep Pla de narrativa en catalán con Els ambaixadors. Editorial Destino lo publica hoy.

Ya saben que el asunto empieza con Companys proclamando la República Catalana gracias al apoyo de Batet. Justo lo contrario de lo que ocurrió en octubre de 1933, cuando el general se mantuvo fiel al gobierno legítimo de la República (española). Saben también que en esta historia alternativa que Villaró pergeña Franco murió en un oportuno accidente del Dragon Rapide, no hubo Guerra Civil pero que a cambio Hitler invadió Cataluña, Sanjurjo -que sucede a Franco en la jefatura del Estado- mantuvo a España neutral durante la II Guerra Mundial y que en fin, España y Cataluña conviven en una especie de paz armada. Pues si al lector no le asusta un spoiler de vez en cuando, quizá le hará gracia saber que Villaró -o Esteve Farràs, su álter ego y el protagonista de la novela, lo más parecido a un superespía, pero en catalán- no solo se permite el lujo portentoso de pasar cuentas con Franco -vamos, lo que no fue capaz de conseguir la voluntariosa pero algo ineficaz oposición, tanto la interior como la exterior- sino que además resucita a algunos de los difuntos más célebres de la República y la Guerra Civil, desde Primo de Rivera hasta los hermanos Badia, pasando por el trotskista Andreu Nin y el reportero Josep Maria Planes. Ninguno de ellos murió de mala muerte -bueno, uno de los Badia sí, pero después- sino que sobrevivieron a la guerra. Incluso hicieron carrera, como Planes, a quien le fue de perilla y tocó el cielo al llegar a director de La Vanguardia. Mejor así, mal que le pese a Salvador Sostres, que acabar muerto de un tiro en la cuneta de la Arrabassada. Y no nos olvidaremos de Companys, el president màrtir, a quien Villaró perdona la vida -si no hubo Guerra Civil, tampoco exilio, ni Gestapo, ni deportación, ni pelotón de fusilamiento- convierte en el primer presidente de la República Catalana, con mayúscula, y le hace perder las primeras elecciones de la postguerra (mundial) como si fuera un Churchill con barretina. También procede el autor en ocasiones a la inversa y liquida sin contemplaciones a Santiago Carrillo y a Onésimo Redondo en fecha tan primeriza como 1935, dejando de paso la saca de Paracuellos sin su principal sospechoso.

Pero lo que el lector se preguntará con toda la razón es que misión hipersecreta le encarga la Generalitat al buen mosén Farràs, el autor material -atención, spoiler- del sabotaje del Dragon Rapide que en esta historia alternativa nos deja sin Franco -ohhh- en 1936. La cosa va de bombas, ya se lo avanzamos. Resulta que en el mundo s.V. (según Villaró) la primera bomba atómica no la lanzaron los norteamericanos sobre Hiroshima sino los soviéticos sobre Hamburgo. Hubo una segunda bomba, esta vez sí en Japón pero en Kyoto. Cosas. A Hitler le fue de muy poco de tener listo su primer ingenio nuclear, que -ya que lo mencionamos- hubiera estrenado sobre Moscú, o quizás Minsk. Nunca sobre Ekaterimburgo. El caso es que los ingenieros alemanes tuvieron tiempo de desmantelar el laboratorio donde estaban a punto de culminar el Proyecto Götterfunken -La chispa de los dioses, que da muy wagneriano- y llevárselo a Suecia. Y de aquí, claro, pasa a manos del pérfido Sanjurjo, que ríete tú de Franco, y que llegado el momento no dudará en utilizarlo contra los irredentos catalanes. No teman que no les reventaremos el final estricto de la novela, digno de un episodio de Mision: Impossible, con Josep Pla y la estupenda, muy aria Adi Enberg convertidos en improbables agentes secretos, y Tísner en persona -sí, el de Opoton el Vell- al rescate del heroico comando; tampoco los alternativos: tres, por cierto, uno de los cuales bien próximo a la escena apocalíptica de Terminator 2, pero en Barcelona, y el otro, una arcádica y muy new age visión ubicada en los parajes de Tor, hay que suponer que sin el Sansa ni sobre todo el Palanca pululando por ahí.

En fin, que Els ambaixadors constituye un prometedor ejercicio, lo decíamos aquí arriba, de ucronía histórica -género que los anglosajones dominan como pocos: lo denominan What if...?- que barre sin tapujos para casa, alimenta de una forma sutil el deporte nacional catalán -que no es la botifarra, ni tampoco es El gran dictat, ni son los castellers, sino el victimismo- y que salpica el texto con una dosis supervitaminada y supermineralizada de referencias historicoliterarias, contrahechas o no, ideales para los amantes del Trivial. En fin, que también está Caitlín. Y una cosa muy triste que se llama Weltschmerz. No dejen de leer hasta que la descubran. Nos lo agradecerán.

[Este artículo se publicó el 6 de febrero de 2014 en El Periòdic d'Andorra]

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