martes, 31 de diciembre de 2013

La muerte espera en el Port del Rat

Se llamaban Francis Owens, William Plasket y Harold Bailey. Los tres eran jóvenes aviadores enrolados en los escuadrones de bombarderos de la Fuerza Aérea de los EEUU, les célebres Fortalezas Volantes -¡como el Memphis Belle!- que trituraron la Alemania nazi (y cercanías). Pasen un día por el bazar Valira si quieren armar una buena maqueta de un B-17: la encontrarán, seguro. El caso es que el destino les reservaba una muy mala sorpresa: abatidos en los cielos de la Europa ocupada -el teniente Bailey, sobre París; los sargentos Owens y Plasket, sobre Normandía- formaban parte de la expedición de trece fugitivos -siete aviadores yanquis y otros seis franceses- que el 24 de octubre de 1943 salía de Suc e Sentenac, en la Arièja, con destino a Barcelona.

Por supuesto, antes había cruzar los Pirineos, y como tantos otros antes y después ellos -o sus guías- decidieron hacerlo a través de Andorra. Después de treinta horas de camino, debilitados por meses de clandestinidad y por una pésima alimentación, con vestuario totalmente inadecuado para la alta montaña -¡zapatos de cartón!- y la clásica e inopinada tormenta de viento y nieve -nuestro temible torb- Bailey dijo basta, y Owens y Plasket tomaron la heroica (y suicida) decisión de cargarlo a hombros hasta que también ellos reventaron. Estaban en la cima del Port del Rat y no hubo manera: ni las amenazas de los guías de pegarles allí mismo un tiro les hicieron cambiar de opinión. No podían más. Así que el resto del grupo continuó adelante hasta llegar -ya del lado andorrano de la frontera- a una cabaña de pastor donde les ofrecieron un catre y comida caliente.

A la mañana siguiente, el guía y los franceses, ya descansados, rehicieron el camino para intentar rescatar a los tres hombres. Pero fue inútil: Owens, Plasket y Bailey se quedaron en su nicho de hielo y nieve hasta que en la primavera siguiente una partida local recuperó los cuerpos -o lo que quedaba de ellos- y los inhumó en sendas tumbas sin nombre en el cementerio de Arinsal. La historia de estos tres combatientes podría haberse acabado aquí mismo y de una forma más bien triste, digámoslo todo. Pero el servicio de registro de tumbas del ejército norteamericano -¡a esto se le llama organización!- exhumó los restos de los tres hombres y un año después los identificó -¡y a esto se le llama eficacia! El artillero Owens fue enterrado en el cementerio militar yanqui de las Ardenas, mientras que el operador de radio Plasket y el navegante Bailey fueron devueltos a sus respectivas localidades natales: el primero, a Salem, Nueva York; el segundo, a Lancaster, Carolina del Sur.

El sargento Francis Bud Owens, artillero de una Fortaleza Volante B-17 abatida sobre el departamento del Orne el 4 de julio de 1943.

La pista de la trágica peripecia de estos tres hombres nos la da Claude Benet, infatigable investigador de la odisea de los pasadores (y de sus clientes) en el número 6 de la revista Portella. Una mina, oigan. Sólo hemos tenido que tirar del hilo para que nos apareciera la exhaustiva reconstrucción de aquellas fatídicas jornadas del otoño de 1943 que ha pergeñado Warren B. Carah, hijo de un antiguo compañero de tripulación de Owens -pero con mejor fortuna que él, esto también hay que decirlo- y de quien proceden todos los detalles que ilustran esta crónica. Carah ha identificado a sus siete paisanos compañeros de cordada de Owens, las circunstancias en que fueron abatidos y su destino final, en ocasiones no mucho mejor de los que se quedaron atrapados en el Port del Rat.

Comenzaremos por Owens, porque él es el hilo conductor de esta historia y porque, caray, desde 2012 da nombre al 381º Grupo de formación de la base aérea de Vandenberg, California: poca bromas, porque estamps hablando de la sede de la 14a Fuerza Aérea -¿querrá esto decir que hay otras trece?- y de la 13a Ala Espacial, aparte de campo de pruebas de misiles balísticos intercontinentales -los artífices de la Destrucción Mutua Asegurada, o MAD: glups. Un héroe, Owens, ya lo ven, no sólo porque tuvo las narices de acompañar a Bailey hasta la muerte sino también porque en junio de 1942, un año antes de lo del Port del Rat -quién se lo iba a decir entonces- había salvado a un mecánico atrapado bajo el fuselaje de un avión en llamas en la base del 3811 Grupo de Bombarderos en Ridgewell, Inglaterra, donde estaba destinado. Una acción por la que recibió a título póstumo la Medalla al Valor.

Pues nuestro hombre había sido abatido sobre el departamento del Orne el 4 de julio de 1943, de regreso de una misión sobre una fábrica de motores de aviación en Le Mans. Él y toda la tripulación de su B-17 saltaron en paracaídas. La Resistencia los ocultó, a él y al piloto, Olof Ballinger, hasta que el 21 de octubre de unieron en París a la expedición con la que debían cruzar los Pirineos -previo paso por las escalas de Tolosa, Boussens, Saint Girons y Massat- hasta el consulado británico de Barcelona. Ya saben cómo acabó lo de Owens; Ballinger (Allentown, Pennsylvania, 1919) tuvo algo más de suerte. Aunque sólo de momento. Llgados a Suc, al pie de los Pirineos, el piloto no se vio con fuerzas para continuar y decidió quedarse hasta el 30 de octubre, cuando viendo a la Gestapo demasiado cerca , decide intentarlo a solas: ¡y va el hombre y lo consigue! El 1 de noviembre, sostiene Carah, llega Ballinger a Andorra la Vella; el 2 sale de Sant Julià de Lòria, y el 9 ya lo encontramos en Barcelona. Aunque todo esto sólo le servirá para morir en 1955 de accidente de tráfico en California...

Pero la historia más desgraciada es sin duda la de Bailey. No sólo porque fue el causante del trágico final de sus compañeros en el Port del Rat, sino porque en realidad él no tendría que haber estado allí arriba. Su B-17 había sido tocado el 16 de agosto de 1943 en un raid sobre el aeródromo de Le Bourget, cerca de París. En el caos subsiguiente al "¡Nos han dado, nos han dado!", el hombre se lanzó en paracaídas. ¡Fue el único! El resto de la tripulación resistió a bordo del bombardero y su sangre fría tuvo recompensa: el piloto acabó dominando el aparato y regresando a Inglaterra.

Plasket, por su parte y para terminar con los tres héroes del Port del Rat, se había lanzado en paracaídas sobre Rouen el 6 de septiembre, cuando su B-17 se quedó sin combustible tras una incursión sobre Sttutgart. También con él fue cruel, el destino, porque el bombardero dijo basta cuando los aviadores ya tenían el Canal de la Mancha a la vista.En fin. Más casualidades: en este mismo raid sobre Sttutgart fue abatido el B-17 de los tenientes Keith Murray y Charles Hoover, dos de los compañeros de escapada de PLasket. Los dos formaban parte de la tripulación del Big Time Operator -bonito nombre para un bombardero- y después de saltar en paracaídas sobre Bélgica se reencontraron -ya me dirán si no es casualidad- en el mismo refugio de París. Trate de imaginar el lector la cara que se les debió quedar... El caso es que Hoover sobrevivió a la guera y murió en 1987, mientras que Murray... ¡vive todavía en Dallas, Texas! Prometedor, ¿no? Tanto, que no nos quedará más remedio que tirar también de este otro hilo. Y para matar la espera, presten atención porque dentro de nada les hablaremos del último descubrimiento de Benet: el aviador polaco Witold Raginis.

[Este artículo se publicó el 10 de junio de 2013 en El Periòdic d'Andorra]


lunes, 30 de diciembre de 2013

Seamos británicos

[Al hablar de las cadenas de evasión la gloria se la llevan casi siempre los pasadores -habitualmente, contrabandistas reconvertidos al más lucrativo negocio de traficantes de hombres, lo que no quiere decir que algunos o muchos de ellos actúen también movidos por ideales antifascistas. Son ellos los que hasta el momento han escrito esta página de la II Guerra Mundial con su testimonio. Raramente oímos la voz de los otros protagonistas de esta gesta: los fugitivos, entre los que son mayoría los aviadores aliados -por otra parte, la mercancía mejor valorada- pero entre los que también encontraremos militares franceses y polacos, jóvenes franceses que pretenden llegar a Argel o a Londres para alistarse en los ejércitos de la Francia Libre o simplemente eludir el Servicio de Trabajo Obligatorio.

Por eso es especialmente interesante -creemos- la pista de los tres próximos protagonistas de este blog, apuntada por el historiador Claude Benet en el número 6 de la revista Portella y que nosotros hemos estirado con bastante buena suerte, hay que reconocerlo. De Witold Raginis, aviador polaco enrolado como artillero de cola en el 305 escuadrón de bombarderos de la RAF, lo cuenta casi todo su paisano Wilhelm Ratuszynski en el portal Polish Squadrons Remembered, una mina que reproduce incluso el informe especial que Raginis depuso ante el MI-9. El periplo del sargento Francis Bud Owens lo ha reconstruido Warren B. Carah, hijo de un antiguo compañero de tripulación de Owens, en una pàgina web fácilmente localizable por Internet. A Cyrill Penna nos lo encontramos casi por casualidad pululando (virtualmente) por ese inmenso, fascinante océano que es el Imperial War Museum: lo cuenta en sus memorias de guerra, Escape and evasion].

Se lo habíamos prometido semanas atrás, cuando estirando del hilo que Claude Benet apuntó en el número 6 de la revista Portella, les relatamos en estas mismas páginas las peripecias del británico Francis Owens i del polaco Witold Raginis. El primero, tripulante de un B-17, la célebre Fortaleza Volante; el segundo, artillero de cola de un Wellington IV. Y los dos, abatidos sobre los cielos de Francia, recogidos por la Resistencia y fugitivos que buscaron la libertad a través de las cadenas de pasadores que operaban en Andorra. Owens -recordará el lector su trágica historia- se dejó el pellejo en el intento: murió el 25 de octubre del 1943 cuando intentaba atravesar el Port del Rat, junto con otros dos compañeros de cordada: William Plaskett y Harold Bailey. De frío. Raginis tuvo algo más de fortuna: el mismo día que Owens moría en el Port del Rat, el comenzaba desde Luneville la travesía de los Pirineos: el 4 de noviembre tocaba tierra andorrana -por el lado de Soldeu- y el 29 de noviembre llegaba a Gibraltar. ¡Salvado!

Una fortuna y un destino similar al de nuestro héroe de hoy: Cyrill Penna, nacido en 1922 en la localidad de Willinton, en el noroeste de Inglaterra, y que en 1941 se enroló como voluntario en la RAF: acababa de cumplir los 18 años. Lo que distingue a Penna de otros aviadores -como el mismo Raginis- que también hubieron de pasar la prueba suprema de ser abatidos en misión de combate y tener que buscar la salvación a través de los Pirineos es que él dejó escrita su odisea en Escape and evasion, un breve libro que se lee como una novela de Alistarir McLean o de Ken Follett, o casi, com la sensible diferencia -a su favor- de que aquí todo es rigurosamente cierto. Lo encontrarán en Amazon, pero corran, corran, porque servidor se llevó el penúltimo ejemplar. En fin, Penna también se distingue de sus ilustres colegas en que hoy es un saludable nonagenario con suficiente sangre en las venas para plantarse en mayo pasado en la localidad de Viry-Noureuil, a unos 150 quilómetros al norte de París, para rendir homenaje a los compañeros de tripulación que perdieron la vida la medianoche del 29 de noviembre de 1942 n que su bombardero fue abatido.

Tripulación del Stirling del 214 escuadrón de la RAF perdido el 28 de noviembre de 1942; con Penna servíen el piloto, Frank Gatland; el navegante, W. Butler; el operador de radio, G. Booth; el ingeniero de vuelo Arthur Goldsack, y los artilleros Herbert Harris y John Stammers. Fotografía: Escape and evasion.

En aquella fatídica fecha fue alcanzado el Short Stirling en que Penna servía como artillero: regresaban de una misión sobre las factorías Fiat de Turín, y el avión de nuestro hombre tuvo el honor -y la mala pata- de topar con el Messerschmitt 110 de, atención, Helmut Bergmann, as de la Luftwafe y señor de la caza nocturna con 36 victorias, una Cruz de Hierro y una Cruz de Caballero en la mochila. Casi nada. Estaba cantado que el Stirling británico no tenía opción. Con todo, hay que insistir que Penna tuvo suerte: tres de sus compañeros de tripulación perecieron a bordo del aparato, y los otros tres que -como él mismo- saltaron en paracaídas fueron capturados por los alemanes.

Penna, no. Parece que estaba tocado por la varita de los elegidos y tuvo la santa suerte de contactar con la Resistencia, que lo escondió y lo acabó enchufando en una cadena de evasión. La parte de su periplo que nos toca más de cerca comienza en Niza, que no está nada mal, a finales de enero de 1943. Desde Niza pasa a Tolosa, a Bergerac y finalmente a la localidad de Ussat-les-Bains, en el Arièja, para emprender desde aquí la definitiva travesía de los Pirineos. Penna forma parte de un grupo integrado por una veintena larga de hombres -la mitad de los cuales, aviadores británicos y norteamericanos, y la otra mitad, civiles franceses- a las órdenes de dos guías españoles. Y llegados a este punto, comprenderá el lector que me haga la ilusión de que uno de estos guías era Baldrich, nuestro Quimet... Sólo un momento.

En fin: una licencia poética como cualquier otra.Ya está. El periplo transpirenaico de Penna comienza con mal pie, y el ritmo rapidísimo que imprimen los guías a la marcha obliga a seis de los fugitivos a abandonar nada más iniciada la ascensión. Mal vestidos y peor calzados, medio desorientados por culpa de una inoportuna tempestad de nieve -quizás el temible torb de Viadiu- vagabundean toda una jornada por la montaña antes de llegar a una cabaña de pastor donde por fin pueden descansar. Con la mala ocurrencia de quitarse el calzado para aliviar los mortificados pies: con los dedos congelados, después les será imposible volver a encasquetárselas, y habrá que hacer una corte de emergencia en la puntera. Un remiendo que tendrá después funestas consecuencias. Al retomar la marcha a la madrugada siguiente, tienen que atravesar un lago helado, casi les alcanza un alud y Penna no deja el pellejo en aquella montaña de milagro. En este punto el estado de los fugitivos es tan penoso, que un teniente yanqui pierde una bota en la nieve y ni tan siquiera se da cuenta de tan  fríos como tiene los pies. El caso es que continúa andando sobre la nieve como si nada...

Justo cuando están a punto de darse por vencidos, y en un giro dramático muy conseguido, francamente, arriban a Andorra. Porque después de lo que han pasado, no llegan; arriban. Penna y sus tres compañeros -dos aviadores norteamericanos, el capitán Dick Adams y el teniente John Trost, y Louis, un chico francés que a media travesía había arrancado a delirar y a quien tienen que empujar para que continúe adelante- no pueden seguir al resto del grupo en el viaje hasta Barcelona y se quedan en Andorra para recuperarse de las congelaciones. Se instalan en un hostal de Escaldes infestado, dice, de contrabandistas -buena gente, finalmente, porque Penna sospecha que son ellos los que sufragan generosamente parte de la factura del hospedaje- y donde caen en las garras del doctor Antoni de Barcia. El retrato que de él ofrece Penna es siniestro, con una improvisada y sanguinaria operación al capitán Adams que pone los pelos de punta. Solo aciertan a librarse de él cuando el mismo Barcia amenaza con amputarle a Penna los dedos del pie y antes de la escabechina consigue que lo trasladen a la clínica de Andorra la Vella. Otra vez se les aparece el ángel de la guarda, porque Penna acaba en el quirófano que el doctor Trías, nada menos -una eminencia de la cirugía española, en la época refugiado también en Andorra- había instalado en la Casa Guillemó. Como él mismo reconoce en Escape and evasion, mejor, imposible: "En ningún lado me hubieran atendido mejor, y el tratamiento que me dispensaron solo puede ser calificado de soberbio. Les debo mi pie al profesor [Trías] y a su equipo".

El pie y, sospecha Penna, la mediación providencial ante el consulado británico en Barcelona, que envía a dos oficiales a recoger a los tres aviadores aliados -el pobre Louis, en cambio, se ve obligado a quedarse en Andorra y le perdemos aquí la pista. Llegan a Madrid el 11 de marzo de 1943, exactamente 4 meses y 7 días después de que Penna fueses abatido sobre Viry-Noureuil, y son recibidos con todos los honores en la embajada británica. Un mes después, el 16 de abril, y después de recuperarse de las heridas en el hospital americano de la capital española, lo despachan para Gibraltar, y el 25 embarca en el transporte de tropas Stirling Castle -en otro rasgo de humor: lo derriban a bordo de un Stirling, y cuadra el círculo de su peripecia a bordo de otro Stirling- rumbo a Liverpool. Aún tendrá ocasión de pasar algo más de miedo, cuando el convoy en que navega rumbo a casa es atacado por una escuadrilla de Focke-Wulff -que de acuerdo, no es un Me 262, pero tampoco era para tomárselos a broma. Penna se salvará, como siempre, y después de pasar el interrogatorio de rigor a manos del MI-9 -la Inteligencia Militar británica- regresa finalmente al hogar familiar, en Willington, en la madrugada del 7 de mayo de 1943.

Penna reingresará inmediatamente en la RAF, donde prestará servicio hasta su jubilación, en 1972, y recibirá una Distinguished Flying Medal -¡como nuestro Charney, que recibió dos!- pero ya no volverá a la acción: será transferido al escuadrón aéreo de la Universidad de Queens, en Belfast, y aquí vive lo que queda de guerra. 

Escape and evasion termina con una emocionada y emocionante evocación de los compañeros caídos y de los héroes anónimos -pasadores incluidos, por supuesto- que lo ayudaron en su evasión. Nosotros lo despediremos con el epitafio que ilustra la tumba del galante capitán Edward John Smith. Ya saben, el hombre que escogió hundirse al timón del Titanic, su barco: "Faithfull in duty, friendly in spirit, firm in command, fairless in disaster... ¡Be British!" Lo que decíamos: seamos británicos. ¿Hay gloria mayor a que pueda aspirar un hombre decente?

[Este artículo se publicó el 9 de agosto de 2013 en El Periódic d'Andorra]

domingo, 29 de diciembre de 2013

El pasador discreto (y II)

[Segunda y última entrega sobre la peripecia de Albert Moles Damunt, capturado en septiembre de 1943 al frente de un grupo de diez aviadores aliados en la cima del Port Negre, y detenido en la prisión de la Seo de Urgel; las autoridades andorranas, incluida la Mitra, se movilizaron para conseguir su liberación: salió de la prisión el 5 de enero de 1944, previo pago de una multa gubernativa de 500 pesetas.]

Otra vez con los pasadores, sí, porque nunca nos cansaremos de volver a uno de los escasos capítulos del siglo XX en que Andorra jugó un papel de cierta relevancia. Y encima, del lado de los buenos. Lo haremos de nuevo con Albert Moles (Barcelona, 1923-Quillan, Arièja, Francia, 2007), el pasador discreto y el último -de momento, claro- en unirse a las filas de los Forné, Viadiu, Baldrich y compañía. Porque así se lo prometimos al lector, y nosotros cumplimos. Bueno, casi siempre... Empezaremos por el final, con la notificación de la libertad de nuestro hombre firmada el 5 de enero de 1944 por el inspector jefe del destacamento de la guardia civil en la Seo de Urgel: "El individuo Alberto Moles Demunt que se hallaba en esta prisión de mi cargo [...] en el día de la fecha ha sido puesto en libertad..." Concluía así un pequeño calvario -más burocrático que otra cosa, enseguida lo verán- que había comenzado con la captura de la partida que Moles conducía, un grupo de diez hombres que el 4 de septiembre de 1944 cayó en las zarpas de la guardia civil de fronteras a la altura del Port Negre, cuando iniciaban la última etapa del camino que les tenía que conducir al consulado británico en Barcelona: la libertad.

A sus diez compañeros de escapada -aviadores aliados, sostiene el historiador Josep Calvet, autor de la monografía canónica sobre la materia, Las montañas de la libertad, y que ha exhumado de los archivos del gobierno civil de Lérida el expediente de donde procede la información que hoy revelamos: la prosa burocrática los despacha lacónicamente como "súbditos extranjeros"- se les pierde enseguida la pista: el 9 de septiembre son transferidos a la prisión provincial de Lérida y es de suponer que acabarán como tantos de sus colegas en el campo de Miranda de Ebro, el peaje previo a la libertad que tenían que abonar los oficiales aliados capturados en España. Era malo; pero era todavía peor ser entregado a la Gestapo.

En fin, que de Moles podemos reconstruir el periplo carcelario, cuatro meses intensos en que veremos interceder por él y en dos ocasiones nada menos que al delegado de la Mitra [recuerde el lector que el obispo de Urgel era y es el copríncipe de Andorra: el jefe del Estado], al síndico Francesc Cairat y al cónsul de Andorra la Vella, Joaquim Marfany, así como un abundante intercambio de notas entre el director de la prisión, el inspector jefe de la comandancia de la guardia civil en la Seo, el gobernador civil de Lérida y -atención, que no está nada mal- la mismísima Dirección General de Seguridad de Franco, en Madrid. Porque hasta la capital española llegó el caso Moles.



Expediente de Moles exhumado por Calvet del archivo del Gobierno civil de Lérida: el 10 de septiembre de 1943 el inspector jefe de la Seo informa de la detención del grupo de Moles; el 6 de noviembre, el secretario de la Mitra se interesa en el caso: las autoridades andorranas certifican que es "persona de buena conducta", y nota manuscrita del director de la prisión de la Seo decretando la puesta en libertad del pasador andorrano, fechada el 5 de enero de 1944.

Calvet ha comprobado cómo Moless alió bastante bien librado: cuatro meses en prisión y una multa de 500 pesetas, que debía de ser una cantidad importante en la época, pero que hay que situar en su contexto: a Moles lo había contratado según consta en el expediente un tal Jaime, "residente también en las Escaldes", por 700 pesetas; y según el testimonio de Joaquín Baldrich, el consulado británico no escatimaba recursos y pagaba 3.000 por cada hombre que llegaba a Barcelona. Así que la broma le salió a Moles relativamente bien... si no hubiese sido, claro, por los cuatro meses a la sombra que se tiró. En cualquier caso, el destino de nuestro pasador de hoy ilustra el trato más o menos benévolo que las autoridades franquistas reservaban a los reos de "paso clandestino de fronteras" -éste era el delito del cual se acusaba a Moles y compañía- especialmente desde que el desembarco aliado en en el norte de África, a finales de 1942, comienza a quedar claro el resultado de la II Guerra Mundial. E ilustra también la movilización de las autoridades locales, que no dudaron en interceder una y otra vez, hasta salirse con la suya, a favor de un "súbdito andorrano".

Lo sabíamos por el caso de Eduard Molné, capturado en la célebre operación de la Gestapo en el hotel Palanques, en septiembre de 1943, y encerrado en la prisión de Saint Michel, en Tolosa. Pero ahora lo comprobaremos con los documentos en la mano. El 14 de septiembre -es decir, diez días después que los capturaran en el Port Negre- la Mitra toma la iniciativa y Fornesa solicita al gobernador civil que "se digne interesarse por Alberto Moles [...] con objeto de que pueda ser aclarada la situación del detenido y se le conceda la libertad si la naturaleza de los cargos lo permite". El 6 de noviembre vuelve a la carga, a instancias del síndico, según dice, y ya sin tantos miramientos le conmina a que "tan pronto como sea posible sea puesto en libertad". La última muestra de esta solidaridad activa la encontramos el 30 de marzo de 1944. Hace ya casi tres meses que está felizmente en libertad, pero Moles solicita que se le devuelva el pase especial de fronteras que los ciudadanos andorranos necesitaban para circular por España, pase que se le había confiscado al ser capturado. Alega en defensa propia que lo necesita "para ayudar a mis padres, pobres y ancianos, y ganar honradamente mi vida, al objecto de poder trabajar como ayudante de chófer en el comercio de D. Alejandro Lluelles e las Escaldas". El caso pasa a manos del inspector jefe de la Seo, que a estas alturas ya debía set casi un íntimo de Moles. El hombre se lo piensa, pero sin demasiada convicción, porque -dice- "el reseñado individuo se dedicaba con anterioridad al contrabando y paso clandestino de extranjeros", pero no le cuesta mucho dejarse convencer: "En la actualidad parece que es su propósito enmendar su forma de vida trabajando honradamente al servicio de Alejandro Lluelles".

Así que si el señor inspector no tiene nada en contra, el gobernador civil tampoco y el 15 de abril decreta que se le permita a Moles "la entrada y circulación por España al igual que al resto de los residentes en los Valles de Andorra". El expediente de Moles acaba aquí, y también su carrera como pasador, porque según su hermano Josep el episodio le hizo ver las orejas al lobo y no se atrevió a volver al peligroso negocio del paso clandestino de frontera. El intercambio epistolar entre inspector, gobernador y director general de seguridad da en cualquier caso la sensación de que a las autoridades franquistas Moles más bien les estorba, que se lo quieren sacar de encima y que se agarran a cualquier coartada más o menos verosímil para deshacerse de él y devolverlo a Andorra salvando la cara.

El 8 de octubre el gobernador civil había puesto a Moles "a disposición" de la Dirección General de Seguridad; quince días después, es el director general el que responde que "como en esta Dirección no tiene ningún antecedente y por tanto responsabilidad pendiente, quedará detenido a disposición de V. I. para imponerle la sanción mayor o menor según su importancia social y política". Una importancia que tiene medida exacta: 500 pesetas. Ésta es la multa que el gobernador le impone el 31 de diciembre, después de haber recibido informes andorranos que lo definen, por supuesto, "como persona de buena conducta, según antecedentes y opinión general"... aunque el inspector no lo acaba de ver claro y advierte de que "se puede afirmar sin ningún género de dudas que se dedica en la actualidad al contrabando". Pero la suerte de Moles está dictada: el 5 de enero de 1944 sale de la prisión. ¡Menudo regalo de Reyes!

[Este artículo se publicó el 9 de diciembre de 2013 en El Periòdic d'Andorra]

martes, 24 de diciembre de 2013

Historia, ficción y licencias poéticas (a propósito de 'Entre el torb i la Gestapo' I)

Hoy constituye casi un lugar común historiográfico, pero trece años atrás, cuando TV3 produjo Entre el torb i la Gestapo -con una generosa aportación del gobierno de Andorra: 130 de los 325 millones de pesetas del presupuesto total- la gesta de los pasadores -ya saben: los contrabandistas y excombatientes republicanos reconvertidos en guías de montaña que condujeron a través de los Pirineos y hasta el consulado británico de Barcelona a centenares, quizás miles de refugiados procedentes de la Europa ocupada por los nazis- formaba parte de una nebulosa histórica que lindaba con la leyenda, incluso con la leyenda negra. Por este motivo, la miniserie basada en la novela homónima de Francesc Viadiu -180 minutos divididos en dos episodios estrenados por Andorra Televisió el 8 y el 9 de junio del 2000- significó para buena parte de la audiencia el descubrimiento de un episodio de nuestra historia que hasta entonces sólo conocían los lectores de la novela de Viadiu y de aquella serie fundacional de artículos inspirados en su experiencia personal que Antoni Forné publicó en los años 70 en el semanario Andorra 7.

La reemisión de la serie, el jueves en TV3, es una excelente ocasión para recordar como encajaron Entre el torb y la Gestapo dos testigos tan cualificados de los hechos que Viadiu relata como Joaquim Baldrich (el Pla de Santa Maria, Tarragona, 1916-Escaldes, 2012) y Jaume Ros (Agramunt, Lérida, 1918-Oliana, Lérida, 2005): el primero, miembro de la cadena que el mismo Forné dirigía desde el hostal Palanques de la Massana; el segundo, de la de Estat Català que operaba desde Perpiñán. Con ambos tuvimos la oportunidad de hablar con motivo del estreno de Entre el torb i la Gestapo, y los dos coincidían en criticar agriamente la visión edulcorada que ofrecía de una época oscura, en que lo habitual consistía en contemporizar con los nazis o, como mucho, intentar pasar desapercibidos. Ros se indignaba ante el burdo intento del director, Lluís Maria Güell, y del guionista, Joaquim Jordà, de convertir el hotel Mirador de Andorra la Vella, donde se alojaban los agentes alemanes destacados durante los años centrales de la II Guerra Mundial en Andorra, en el Rick's de Casablanca: "¡¿Cómo pueden decir que los refugiados catalanes cantaban Els Segadors en el comedor del hotel?! Pero si lo evitábamos tanto como podíamos, el Mirador, y andábamos todos cabizbajos..."

Portada de le edición en catalán de Entre el torb i la Gestapo, publicada en el 2000 por Rafael Dalmau i la librería La Puça; la traducción en castellano, titulada Cadena de evasión, la publicaron Hogar del Libro (1974) y Ruedo Ibérico (1976).

En este mismo sentido se expresaba Baldrich, que se escandalizaba de las farras que en la serie se montan en el Mirador, incluido un buen surtido de señoritas de compañía: "Todo esto de las putas y el champán y de las fiestas que se corrían... ¡Todo esto es mentira!" El caso es que ni uno ni otro le perdonaban a Entre el torb i la Gestapo que la versión de los hechos que daba no tenía nada que ver con la que ellos recordaban. Con la diferencia -a su favor- que tanto Baldrich como Ros sabían de lo que hablaban... porque lo habían vivido de primerísima mano. Ya les podías ir diciendo que se trataba de una serie de ficción inspirada en una novela. Para ellos, aquello era "mentira", y no había nada más que decir. Más aún: los dos cuestionaban el papel que Viadiu -Viel, en la ficción televisiva- se arroga en el funcionamiento de las cadenas de evasión que operaban a través de Andorra: para Baldrich, "era un hombre de letras, sí, pero de pasar montañas..." El único viaje en que ejerció de guía de un grupo de fugitvos, sostenía, acabó con el grupo dispersado a tiros en la estación de Manresa: "El consulado británico no volvió a confiar en él". Ros, lo mismo: "La supuesta cadena de Viadiu nunca ha tenido una explicación semioficial".

En cualquier caso, la reemisión de Entre el torb i la Gestapo es una estupenda ocasión para recuperar la novela original, publicada inicialmente en castellano con el título de Cadena de evasion por Hogar del Libro (1974) y Ruedo Ibérico (1976), y traducida en el 2000 al catalán por Rafael Dalmau y la librería La Puça de Andorra la Vella coincidiendo con el estreno de la adaptación televisiva.

[Este artículo se publicó el 24 de diciembre de 2013 en El Periòdic d'Andorra]

lunes, 23 de diciembre de 2013

El pasador discreto (I)

[Joaquim Baldrich supuso mi primer contacto con la fascinante, clandestina y -para mí, y hasta entonces- desconocida peripecia de los pasadores. Y por eso le dedicamos la entrada inaugural de este blog. Por una cuestión de pura simetría continuamos esta historia con el último de nuestros pasadores: Albert Moles. El reportaje de esta entrada se publicó el 18 de septiembre de 2013 en El Periòdic d'Andorra. El de la entrada que seguirá, que lo matiza, corrige y en ocasiones contradice, a principios de diciembre. Entre los dos media el expediente de nuestro Moles que el historiador catalán Josep Calvet rescató de las profundidades abisales del gobierno civil de Lérida. El caso es que un hombre a quien no conocía de nada y de quien nunca había oído hablar se presentó por sorpresa en la redacción la mañana del 17 de septiembre. Se llamaba Josep Moles, tenía 89 años y quería contar la carrera de su hermano Albert, un pasador que hasta entonces había permanecido hibernado, fallecido en el 2009 y que sólo había merecido unas breves líneas en Las montañas de la libertad. El paso de refugiados por los Pirineos durante la Segunda Guerra Mundial, la monografía definitiva sobre la materia del mismo Calvet (Alianza Editorial, 2010).

En un caso como éste se mezclan la natural emoción del descubrimiento, de la "exclusiva", con un comprensible escepticismo: ¿cómo es posible que un caramelo así haya pasado desapercibido para (casi) todo el mundo? Fue Calvet quien avaló la veracidad del relato de Josep Moles, por otra parte vago y basado en unas conversaciones esporádicas que tuvieron lugar mucho después de los hechos. Y el expediente de Albert, que reseñaremos en la próxima entrada de este blog, nos sacó definitivamente de dudas. Por otra parte, se produce una curiosa paradoja: en el caso de Baldrich, contamos sólo con su palabra y con los carnets anuales expedidos por una asociación francesa de passeurs veteranos que lo acreditaban como tal. Pero como nunca fue detenido, no consta en ningún registro oficial (que sepamos, claro: quizá estaba fichado por la guardia civil y existe un expediente a su nombre en algún recóndito archivo policial). Si lo hubieran capturado ni que fuese una sola vez, es decir, si no hubiera sido tan buen pasador, hubiera dejado rastro en los registros policiales y este rastro acreditaría hoy su historia, que debemos fiar a su palabra. Es justo lo contrario de lo que ocurre con Albert Moles, de quien es su expediente el que avala una historia de la que desconocemos casi todos los detalles. A esta aparente contradicción la podríamos denominar la Paradoja Baldrich].

Parecía que la nómina de pasadores que operaban desde (o a través de) nuestro rincón de Pirineos durante los años más duros de la II Guerra Mundial estaba decididamente clausurada, y que con la muerte en agosto de Eduard Molné se ponía el punto final a una raza heroica -con el permiso del último superviviente, Lluís Solà. Pues no. A la gloriosa página de nuestros passeurs -dejemos la leyenda negra para cuando la investigadora catalana Rosa Sala Rose le ponga cifras, nombres y apellidos: solo hace falta un poco más de paciencia, será en enero- tenemos que añadir dese ahora mismo y con todas las de la ley a Albert Moles Damunt (la Massana, 1923-Quillan, 2009), que hasta que no fue capturado por la guardia civil en septiembre de 1943 cuando pretendía pasar por el puerto de Perafita al frente de una expedición de diez aviadores aliados había sido capaz de conducir hasta la seguridad que representaba el consulado británico en Barcelona decenas, quien sabe si centenares de fugitivos, a lo largo de una veintena de misiones.

Lo recuerda su hermano, Josep Moles (1925), que no quiere que este episodio se pierda en el tiempo. El caso es que en la extensa bibliografía que en los últimos años ha ido apareciendo sobre la vida y milagros de los pasadores -desde Guies, fugitius i espies, la exhaustiva monografía de Claude Benet focalizada en el caso andorrano, hasta Las montañas de la libertad, la obra canónica sobre la materia del historiador leridano Josep Calvet, por citar solo las dos referencias ineludibles- nuestro héroe de hoy sólo aparece en un breve párrafo que le consagra este último.

Es gracias a Calvet que conocemos el fin de la carrera de Moles, aquel infaustyo 3 de septiembre de 1943 cuando es capturado en el Port Negre. Pone el historiador su caso como ejemplo de la relativa indulgencia con que las autoridades franquistas de la época trataban a los pasadores, la mayoría de ellos antigos contrabandistas o excombatientes republicanos reconvertidos en traficantes de hombres... previo pago y en nombre de la libertad: a Moles sólo le cayó una multa de 500 pesetas, que probablemente era una cantidad considerable para la época pero que no parece una pena excesivamente gravosa si se tiene en cuenta que -según el mismo Calvet, que sigue en este punto las cifras aportadas por el también fallecido Joaquim Baldrich- los aliados no escatimaban recursos y los pasadores recibían 3.000 pesetas por cada hombre que llegaba al consulado británico.

Recuerde el lector que a Moles lo cazaron con diez fugitivos, y que su hermano sostiene que el premio por cada hombre pasado era incluso muy superior a estas 3.000 pesetas que hasta ahora habíamos considerado la tarifa estándar de los pasadores. Un dinero que, por otra parte, servía no solo para alquilar los servicios del guía sino también para sobornar a guardias y carabineros, para comprar silencios y para asegurarse la complicidad de las casas seguras donde necesariamente tenían que detenerse durante el trayecto, además de recompensar un oficio de altísmo riesgo en que hombres como Moles se jugaban la piel en cada viaje.

Claro que Moles no tuvo sólo que abonar la multa. Antes hubo de pasar seis meses en la prisión: primero en la de la Seu; después, en la de Lérida, dice Calvet, que le ha seguido la pista. Parece que la madre intercedió por él ante el obispo de Urgel, y que también el Síndico, Francesc Cairat, se interesó en el caso. Probablemente fue gracias a estas oportunas gestiones que Moles sólo tuvo que pagar su multa de 500 pesetas y sus seis meses de prisión. Lo que está claro es que cuando salió se le habían pasado las ganas de volver a probar la hospitalidad de las prisiones franquistas: no volvió a su antiguo oficio de pasador, se casó con una hija de la localidad francesa de Quillan, y allí se quedó el resto de la guerra -y toda la vida- ejerciendo de panadero en el obrador familiar.

Lo que sorprende no es que lo dejara entonces, sino que no lo hiciera mucho antes. Un encontronazo con la guardia civil podía comportar -lo acabamos de ver- un proceso por espionaje o por contrabando -que fue el cargo del que lo acusaron, apunta Calvet- así como la consabida multa y unas semanas a la sombra. Pero esto no era nada comparado con el trato especial que dispensaba la Gestapo a los pasadores -y a los pasados- que caían en sus garras: directos al campo de concentración. Moles estuvo a punto, pero muy a punto de comprobarlo personalmente cuando -recuerda su hermano- en cierta ocasión en que esperaban a un grupo de fugitivos en un hotel de Tarascón: "La señora de la casa irrumpió asustadísima en la habitación: '¡La Gestapo! ¡La Gestapo!' A duras penas tuvieron tiempo de huir por los tejados. Si lo pillan, no lo volvemos a ver".

Había que tener valor, mucho valor, para vivir con el miedo en el cuerpo y el aliento de la Gestapo en el cogote. Moles lo hacía porque era su oficio. Y bien pagado, como hemos visto. Desde que su familia, procedente de Perpiñán, se había instalado en Escaldes, al inicio de la II Guerra Mundial, se había dedicado a ejercer de paquetaire -algo así como porteador, los hombres que en invierno, cuando el puerto de Envalira estaba cerrado al tráfico, transportaban legalmente, a pie y a través del puerto fardos de mercancías desde o hasta Ospitalet, en el lado francés de la frontera- y ocasionalmente –dice el hermano- de contrabandista.

Que se acabara enrolando en una de las muchas cadenas de evasión que operaban entre Arieja, la Cerdaña, Andorra, el Alto Urgel y el Pallars era sólo cuestión de tiempo. Desconocemos cómo, cuándo y en qué cadena se enroló. Sólo sabemos que la suya tenía el centro de operaciones en Tarascón y que estaba dirigida por uno a quien llamaban El Mallorquín, y que la mayor parte de sus clientes eran militares aliados: entre el grupo de diez aviadores que cayeron con él en el Port Negre los había franceses, británicos y norteamericanos. También había pasado personalidades de cierta relevancia política, pero por lo que parece, ningún grupo de fugitivos judíos. El itinerario, con salida en Tarascón, pasaba por Andorra y la Cerdaña, camino de las estaciones de tren de Puigcerdà o Manresa, y desde aquí hasta Barcelona. Y nunca hizo la más mínima referencia a casos de expolios y delaciones como los que han alimentado la leyenda negra.

He aquí, en fin, un nuevo hilo por estirar, y otro nombre que añadir a la lista de los Viadiu, Forné, Baldrich, Molné y Solá, en la que constituye probablemente la mayor contribución de nuestro rincón de mundo a la victoria aliada en la II Guerra Mundial. Así que continuaremos indagando hasta reconstruir la peripecia bélica de Moles. Ya lo verán.

[Este artículo se publicó el 18 de septiembre de 2013 en El Periòdic d'Andorra]


domingo, 22 de diciembre de 2013

Quimet Baldrich: el hombre de la bomba

[Este reportaje se publicó en octubre del 2003 en la desaparecida revista Informacions, que era entonces el suplemento dominical del Diari d'Andorra. Hoy abundan las monografías históricas sobre este episodio, pero aunque parezca mentira las gestas de los pasadores, passadors o passeurs, como se conocía a los antiguos contrabandistas, principalmente excombatientes republicanos refugiados en Andorra y reconvertidos en guías de montaña, eran hace diez años conocidas sólo por unos pocos iniciados, entre los que no me contaba. La bibliografía en castellano (y en catalán) era práticamente inexistente, y la peripecia de los pasadores formaba parte de una nebulosa histórica que entraba de lleno en la leyenda (incluso en la leyenda negra, de la que también trataremos en este blog). De ella tan sólo habían hablado en sendas novelas autobiográficas, y por lo que respecta a Andorra, Francesc Viadiu (Entre el torb i la Gestapo) y Norbert Orobitg (Pau dins la guerra), así como Antoni Forné, protagonista directo de los hechos que relata en una serie fundacional de artículos publicados a finales los años 70 en la también fenecida revista Andorra 7.

A Joaquim Baldrich, Quimet, lo descubrí para sorpresa mía -puesto que éramos casi vecinos- gracias a una mención del historiador leridano Ferran Sánchez Agustí en su libro, por entonces recién publicado, Espías, contrabando, maquis y evasión. Tuve la inmensa fortuna que pillé a Quimet en un momento de su vida en que estaba dispuesto a contar con pelos y señales su experiencia como passeur, así, en francés, como a él mismo le gustaba definirse. Y es legítimo pensar que su testimonio hizo que los escasos colegas por entonces supervivientes recuperaran la memoria y permitieran a los historiadores profesionales que vinieron después reconstruir un capítulo fascinante del siglo XX andorrano, quizás el momento en que mayor implicación tuvo este pequeño país en la historia universal. Como Quimet Baldrich está en el origen de este blog, he creído de justicia dedicarle la primera entrada. Que el lector disfrute leyendo su peripecia tanto como yo disfruté escuchándola de sus labios con los ojos abiertos como platos].

Eduard Molné y Joaquim Baldrich frente al hostal Palanques de la Massana, sede de la cadena de evasión que durante los años centrales de la II Guerra Mundial dirigió Antoni Forné, refugiado catalán, miembro del POUM y padre de quien entre 1994 y 2005 sería el segundo jefe de Gobierno de la Andorra constitucional, Marc Forné. Foto: Maximus.



Durante la II Guerra Mundial fue el guía de cerca de 380 fugitivos -aviadores aliados abatidos sobre los cielos de la Europa ocupada, jóvenes franceses en edad militar que querían evitar el Servicio de Trabajo Obligatorio o enrolarse en los ejércitos de la Francia Libre, y judíos de todas las nacionalidades- que atravesaron los Pirineos camino del consulado de la Gran Bretaña en Barcelona. Joaquim Baldrich evoca la cadena Tolosa-la Massana-Barcelona, revisa el mito novelado por Francesc Viadiu en Entre el torb i la Gestapo y revela una de las misiones más insólitas que le encargaron los aliados: transportar 9 litros de agua pesada destinados al proyecto Manhattan.

Este capítulo de la guerra ha estado a punto de perderse en la corriente de la historia como las lágrimas del replicante Deckard en la lluvia interestelar. Durante seis decenios, Joaquim Baldrich (el Pla de Santa Maria, Tarragona, 1916-Escaldes-Engordany, Andorra, 2012) y sus compañeros de la cadena Tolosa-la Massana-Barcelona han mantenido en silencio las actividades en favor de la causa aliada que protagonizaron durante la II Guerra Mundila: entre el armisticio firmado por Francia en julio de 1940 y la caída del régimen pronazi de Vichy, en septiembre de 1944, el grupo que dirigía Antoni Forné desde el cuartel general del hostal Palanques de la Massana -con Salvador Calvet, Josep Monpel, Vicenç Conejos y el mismo Baldrich como hombres de campo, y Eduard Molné como chófer ocasional- efectuó una cuarentena de misiones gracias a las que cerca de 380 hombres y mujeres -la mayoría, pilotos aliados, pero también, judíos procedentes de Francisa, Bélgica y Polonia, personalidades políticas de los países ocupados, miembros de la Resistencia y franceses que querían evitar el Servicio de Trabajo Obligatorio o enrolarse en los ejércitos aliados- cruzaron los Pirineos a través de Andorra en dirección al consulado de la Gran Bretaña en Barcelona. Un silencio que no rompieron ni cuando el director de cine Lluís Maria Güell dio a la versión televisiva de Entre el torb i la Gestapo una visión sesgada, fabulada y finalmente antihistórica de los hechos que ellos vivieron en primera persona.

El historiador leridano Ferran Sánchez Agustí reconstruyó la memoria de la cadena en Espías, contrabando, maquis y evasión (Milenio). Y Baldrich accede ahora a repasar una época y unos hechos a la vez terribles y fascinantes, en que la línea que separaba al héroe del traidor era tan delgada que a veces ni se percibía, y en que un grupo de hombres de acción tomó la determinación de poner al servicio de los aliados el conocimiento del terreno adquirido en el ejercicio del contrabando, el segundo oficio más antiguo del mundo. Hubo otros grupos de pasadores, pero por la naturaleza clandestina de sus actividades, no han dejado rastro, o bien sus protagonistas han preferido conservar el anonimato. De los seis miembros de la cadena Tolosa-la Massana-Barcelona, los únicos supervivientes son Baldrich y Molné [recuerde el lector que el reportaje se publicó en 2003: Baldrich murió en enero de 2011; Molné, en agosto de 2013], que han accedido a recordar porque, dicen, "ya es hora de que se sepa". Un séptimo miembro de la cadena, un tal "señor Joan", fue detenido ante el consulado británico en una de las primeras misiones, y aunque parece que fue liberado gracias a las gestiones del cónsul, nunca volvió a Andorra.

La cadena funcionaba como un mecanismo perfectamente engrasado en que cada uno de los miembros tenía asignada una misión concreta: Forné (Arfa, Lleida, 1914-Andorra la Vella, 1966), abogado de formación, militante del POUM y que después de pasar por los campos de Argelers i Barcarès se instaló en la Massana, recibía del consulado británico el aviso de la llegada de un grupo de fugitivos que Conejos i Monpel se encargaban de guiar desde Luzenac -trabajaban en las minas de talco des esta localidad del Arieja, vecina de Andorra- hasta el Vilaró, donde los recogían Calvet y Baldrich. Una vez en Andorra, si se trataba de un grupo reducido, Molné los recogía en el automóvil del hostal Palanques, de donde era hijo. Si el grupo era numeroso se alquilaba un camión -a 800 pesetas el viaje- que los transportaba hasta el refugio de Envalira, desde donde se dirigían a pie hasta la portella de Joan Antoni. el itinerario se desdoblaba en este punto, y tanto podían dirigirse hacia la Cerdaña para coger el tren en la estación de Alp, como hacia la Seu, donde un contacto de la cadena, el Txerro de Sant Julià de Lòria, tenía en nomina a dos aduaneros que les franqueaban el paso. En la Seu comenzaba otro largo trayecto a pie, con frecuentes altos en masías donde les ofrecían alojamiento y comida... a cambio de dinero.

Nada extraño. De hecho, todo el dispositivo funcionaba gracias a las generosas subvenciones del consulado británico, que abonaba -recuerda Baldrich- 3.000 pesetas por cada hombre o mujer que llegaba a Barcelona. Una cantidad considerable para la época, reconoce, pero con la que habían de cubrir los continuos sobornos con que había que engrasar el funcionamiento de la cadena: "Era fundamental no escatimar el dinero. En la estación de tren de Manresa, por ejemplo, sólo se podía comprar un máximo de siete billetes de una vez. En cierta ocasión nos presentamos con un grupo de 32. Pero yo sabía tratar a los taquilleros: les ponía un fajo de billetes en la ventanilla y les decía: 'No se preocupen, se pueden quedar con el cambio' Y problema solucionado". Otro ejemplo: "Los aduaneros que trabajaban para nosotros en la Seu cobraban 50 pesetas por persona. Se trataba de tenerlos contentos; y como en todas partes había mucha escasez, no era muy difícil". La excursión terminaba en Manresa, donde los fugitivos se cambiaban de ropa para no levantar sospechas y se distribuían por parejas a lo largo del primer convoy del día, que salía a las 5 de la mañana, con la consigna de no abrir la boca en todo el trayecto. Llegados a la estación de Francia de Barcelona, recorrían a pie el camino hasta el consulado británico, que inicialmente se encontraba en la plaza Universidad, en el mismo edificio que ocupaba el consulado alemán, y que después se trasladó a la plaza Urquinaona. Este último trayecto también lo hacían por parejas, separadas la una de la otra por una decena de metros y que seguían al guía hasta la sede del consulado, custodiado por una pareja de guardias que también estaban sobornados.

Este procedimiento aparentemente frágil, que dependía de la complicidad y de la buena voluntad de unos, del silencio a precio de oro de otros, del heroísmo de los guías y finalmente de la buena fortuna, les permitió pasar a cerca de 380 personas, según los cálculos de Baldrich.Una cantidad relativamente modesta -Sánchez Agustí ciufra en unos 60.000 los fugitivos que cruzaron a través de los Pirineos durante la II Guerra Mundial- pero que la cadena Tolosa-la Massana-Barcelona consiguió con una eficacia asombrosa, sin sufrir ni una sola baja, incidente o encontronazo con la policía.

Baldrich atribuye buena parte del éxito a la discreción con que siempre se movieron y que han mantenido hasta hoy -y que explica que muchos de sus coetáneos ni tan solo sospecharan la existencia de la cadena-, a la complicidad de algunos de los andorranos de la época, que los informaban de los movimientos de los agentes de la Gestapo destacados en el hotel Mirador de Andorra la Vella, y también, claro, a la suerte, que en otra ocasión le permitió a dos guardias civiles que controlaban los papeles del autobús en que volvía de una misión a Barcelona y que se bajaron justo cuando le tocaba a él mostrársela: "Habitualmente regresaba a Andorra a pie desde Manresa; pero ese día cogí el autobús de línea en Berga. Ojalá no lo hubiera hecho. En cuanto los vi -me había sentado en el asiento sobre las ruedas, para tener un mejor campo de visión- pensé que los tendría que matar allí mismo, porque yo nunca he tenido pasaporte. Lo único que tenía era mi Parabellum , y no podía dejarme cazar porque en mi pueblo me acusaban de haber cometido 83 asesinatos  durante la guerra civil, y me hubieran liquidado. Pero no tuve que disparar. Nunca lo hice. Un amigo mío dice que siempre me acompañaba mi ángel de la guarda. Debe ser verdad..."

Los que sí sufrieron un buen susto fueron Forné, Conejos i Molné, que la noche del 30 de septiembre de 1943 recogieron en el Vilaró, donde entonces moría la carretera, un grupo de cinco oficiales polacos. De regreso al Palanques, dos coches con matrícula francesa aparcados delante del hotel levantaron inmediatamente sus sospechas. El instinto les hizo seguir conduciendo carretera abajo, pero antes de llegar al cruce de Sispony, y después de unos disparos de advertencia, detuvieron el vehículo. Forné y Conejos tuvieron tiempo de escapar: uno, hacia Anyós; el otro, hacia Sispony.

Pero Molné y los polacos cayeron en manos de los alemanes, que los condujeron detenidos a la prisión de Saint Michel, en Tolosa: "En el puerto de Envalira había un palmo de nieve y nos hicieron bajar a empujar los coches. Cuando llegamos al Pas de la Casa nos encontramos con la barrera de la aduana bajada. Parlamentaron con Daniel Armengol, el policía de servicio, que era conocido mío. Le hice gestos para que reparara en mi presencia, pero no tuve suerte. Estuve en la prisión entre ocho y diez días, hasta que una mañana se presentó un chico que decía que era del consulado alemán, y que de paso por Andorra se había enterado de mi caso. Me dijo que no me preocupara, me aseguró que saldría pronto y me invitó a escribir a casa para tranquilizar a la familia. Y así fue: al cabo de dos o tres días me llamaron por mi nombre, y a la mañana siguiente un coche de la Gestapo me llevó hasta el Pas de la Casa. Supongo que tuvieron mucho que ver, en mi liberación, las gestiones de mi padre, que había sido síndico -el máximo cargo institucional en la Andorra preconstitucional, anterior a 1993- y del mismo síndico de aquellos momentos, Francesc Cairat, así como del obispo Iglesias Navarri, que se decía que había sido confesor de Franco", recuerda Molné. Forné y Conejos, por su parte, salieron bien librados, así como el contacto que los esperaba en Sant Julià, un tal Louis. Molné no delató a ninguno de ellos porque, afirma, "estaba convencido de que igualmente me iban a matar". No corrieron la misma suerte los oficiales polacos, de los que nunca se volvió a saber nada. Parece que el chivato había sido un tal Nicodème, agente doble a quien Baldrich había recogido exhausto en el Pas de la Casa pero que aquella noche fue visto en compañía de los agentes nazis.

La Massana en los años 40: el hotel Palanques es el edificio de la derecha en seguno término, con porche y mansardas. Foto: archivo.

No fue este de Nicodème el único intento de infiltración en la cadena de evasión. En otra ocasión, y gracias a la amistad que unía a Baldrich con dos agentes de la policía andorrana -en la época solo había, seis, uno por parroquia [o municipio]- que frecuentaban el hotel Mirador, cuartel general de la Gestapo en Andorra, supo que los alemanes preparaban una emboscada para cazar a un grupo que tenía previsto recoger al día siguiente: "Salimos de madrugada para llegar antes que ellos al punto de reunión, y efectivamente, a las 5 en punto vemos que el Peugeot 404 de la veguería francesa se detiene a la altura del Vilaró con el chófer, ds agentes de la Gestapo y el comandante del destacamento de Foix. Como conocíamos el camino les sacamos una hora antes de llegar al Port Negre, a tiempo de advertir al grupo de fugitivos y desviarlos hacia Incles. Yo me quedé arriba, escondido tras una gran piedra, con mi naranjero -el fusil ruso de la guerra de España- la Parabellum y dos bombas de mano. La sorpresa fue mía cuando al ver legar a los alemanes, veo que con ellos va un andorrano. Me quedé estupefacto: aquel chico y yo salíamos a cazar juntos, y hora lo tendría que liquidar porque teníamos órdenes estrictas del consulado de matar a cualquier sospechoso. Pero por suerte no mes descubrieron. Se por qué lo hacía, aquello, aquel chico: por las licencias de importación con las que pagaban los alemanes".

¿Por qué arriesgaban el pellejo, Baldrich y compañía? Él aduce un cierto idealismo -tanto él como Conejos, Monpel y Calvet eran antiguos combatientes republicanos que se habían exiliado con la derrota- pero no oculta que el de pasador era un oficio arriesgado (aunque bien remunerado): "Habíamos oído a Churchill prometiendo en la BBC que nos ayudaría a derrocar a Franco si le apoyábamos en su lucha contra Hitler. Y le creímos. No lo hacíamos solo por dinero, porque a la hora de repartir tampoco tocaba a tanto por barba. Pero lo que nos daban servia igualmente para mantener a la familia, especialmente en invierno."

La carrera de Baldrich como pasador guarda, sin embargo, un as en la manga que sobrepasa el lado novelesco de la peripecia -que tan bien percibió Viadiu- y lo catapulta hacia la leyenda: según el veterano guía, en una de las misiones que le encomendaron, ayudó a pasar a un oficial francés, un hombre mayor de entre 65 y 70 años, que caminaba pegado a un maletín que no dejaba ni a sol ni a sombra. "De camino a Manresa nos detuvimos a comer en una masía cerca de la Mansa. Me daba perfecta cuenta de que aquella maleta era demasiado para el pobre hombre, porque pesaba como un muerto. Y me preocupaba porque podía poner en peligro a toda la expedición. Pero no había forma de convencerlo, no permitía que la cargara nadie más. Así que le conté mis cuitas a un tal Ramon, australiano que viajaba con nosotros y que hablaba no-sé-cuántas lenguas, y que era la tercera ocasión que ayudábamos a cruzar el Pirineo. Por lo visto, a él y a otros como él Churchill los lanzaba tras las líneas alemanas para recoger información y emprender operaciones de sabotaje.En fin, que aquel hombre sabía de todo. Le expliqué la situación y se puso a hablar con el oficial francés. Y lo convenció con el argumento que si él no llegaba al consulado, yo seguro que sí que llegaría. Accedió a que fuese yo quien cargase la maleta, pero antes me hizo jurar que si hacía falta mataría con el fin de que la maleta llegara a su destino.Cuando finalmente llegamos al consulado, el francés, el mismo cónsul y la secretaria se me abalanzaron con lágrimas en los ojos. Yo serguía sin tener ni idea de qué podía haber en la maleta. Fue la secretaria, que me conocía, quien me reveló el secreto: ¡aquella puñetera maleta contenía agua pesada para la bomba atómica!"